El pasado 18 de noviembre nos dejó para siempre don Manuel Nieto Cumplido, uno de los nombres fundamentales de la historia reciente de Córdoba, tanto por el papel relevante desempeñado en el marco del Cabildo catedralicio (fue Canónigo Archivero entre 1972 y 2016), como por su labor como historiador, apasionado de su trabajo y del conjunto arquitectónico de la Mezquita-Catedral y los mil tesoros que encierra. Nació en Palma del Río (1935), donde sentó ya de joven las bases de su profunda vocación al amparo de dos sacerdotes: José Rodríguez, capellán del hospital de San Sebastián, y Carlos Sánchez Centeno, párroco de La Asunción. Ellos le descubrieron los horizontes infinitos, las posibilidades enormes de la historia y la archivística, además de servirle como modelo en lo personal, de potenciar en él sus mimbres de hombre bueno, gentil y estudioso de la naturaleza humana. No es de extrañar, por tanto, que optara muy pronto por el sacerdocio, al que fue ordenado en 1959. Su primer destino como tal, primero como coadjutor y luego como párroco, fue Peñarroya-Pueblonuevo, donde le esperaba un archivo completamente desorganizado con el que se fajó sin reservas, al tiempo que aprovechaba para viajar por toda la sierra haciendo lo propio con un buen número de archivos parroquiales. En ello anduvo hasta 1966, cuando fue llamado como director espiritual por el seminario de San Pelagio, accediendo a la plaza de Canónigo Archivero de la Catedral por oposición en 1972.

Fue hombre incansable y comprometido. Mientras seguía formándose y acumulaba una nueva Licenciatura en Filosofía y Letras y un Doctorado en Historia de la Iglesia por la Pontifica Universidad Gregoriana de Roma, no eludió responsabilidades y dio incluso un paso adelante en temas de representación y política, ejerciendo como Delegado de Cultura del Ministerio en Córdoba y representante de la Iglesia ante la Junta de Andalucía en temas de patrimonio religioso. También dirigió el Archivo General del Obispado y el Museo Diocesiano. Tales cuotas de poder lo hicieron precavido y desconfiado, hasta el punto de ser tachado por algunos de hombre difícil, reservado, acaparador, inaccesible e intransigente, adjetivos no siempre justificados, hasta donde yo mismo pude comprobar en mi larga y fecunda relación con él. Lo conocí hace ya muchos años, y siempre me mostró su mejor cara, haciendo gala de una disponibilidad poco frecuente. No tuvo reparo, de hecho, en servirme de padrino en la presentación de mi novela «Callejón del lobo», que aborda una historia compleja y delicada en la que no faltan cuestiones de calado y posiblemente controvertidas para un hombre de su formación teológica y su talante; y sin embargo allí estuvo, bordando su papel. Don Manuel exigía únicamente sinceridad en el trato, responsabilidad y seriedad en los compromisos adquiridos, y ausencia total de subterfugios, que él veía venir a kilómetros. Era exigente en este sentido, y de ahí quizá que algunos lo denostaran. Para mí, en cambio, fue hombre noble, leal, cariñoso, atento y disponible. Sus muestras renovadas de amistad llegaron hasta hace sólo unos meses, cuando formó parte de la terna que me avaló como Académico Correspondiente por Córdoba en nuestra Real Academia de Ciencias, Nobles Letras y Bellas Artes, de la que él era Numerario desde principios de los años setenta (lo fue también de varias más). Siempre estuvo ahí cuando lo llamé, y jamás tuvo conmigo un mal gesto; antes al contrario, me recibió sin excepción con una sonrisa, memoria prodigiosa, ingenio e ironía. Vivió para sus pesquisas, su archivo, sus incunables, sus libros y los miles de documentos que atesoró y mimó, en el que consideraba su quehacer más preciado. Se jubiló en 2016, pero mantuvo el afán por la investigación y plena lucidez hasta el final de sus días, en un ejemplo paradigmático de hombre ilustrado y caballeroso más propio de otra época.

Su producción bibliográfica fue amplia y ambiciosa. Valga destacar sus estudios sobre música coral, que lo llevaron a ser director de la Schola Gregoriana Cordubensis, su Memoria Archivística de la Catedral de Córdoba (1614-2015), o la última de ellas: el «Corpus medievale cordubense», en siete tomos, en la que trabajó casi cincuenta años. Destaca, no obstante, por méritos propios, el volumen que dedicó a la Mezquita-Catedral de Córdoba (1999), para siempre de absoluta referencia. Conocía como nadie los entresijos, la evolución, los perfiles artísticos y culturales, los matices tan sólo accesibles a quienes han sido agraciados con el don de la sabiduría, los secretos de un conjunto monumental al que entregó los mejores y más productivos años de su vida. Hemos perdido, pues, una de las voces más autorizadas, prestigiosas y solventes sobre la historia de nuestra ciudad, bibliófilo único, investigador de raza, maestro de archiveros, pozo de conocimiento, un hombre bueno. De ahí que Córdoba lo llore como se llora a un hijo. Tardará en surgir otro como él, si es que alguna vez lo hace.