Será el efecto mascarilla. Será que una ve lo que quiere ver. O a lo mejor es real y no me lo estoy inventando. En vez de darle vueltas, mejor lo digo: hace algún tiempo que me da la impresión de ver una enorme tristeza, tristeza barra cansancio, o quizá barra agotamiento barra desesperación, en las miradas de algunos políticos. No en las de todos. A Pedro Sánchez y a Yolanda Díaz, por ejemplo, no se lo noto, será que dominan mejor el escenario o que yo les presto menos atención. Pero en otros casos creo observar que cuando hablan con la mascarilla puesta los tonos de su voz, convincentes y bien modulados, o críticos y algo agresivos en según qué momento de la pugna política, no están en sintonía con los ojos, que parecen apagados, o con excesivo brillo, asomando las bolsas y las ojeras por encima del filo del tapabocas, lanzando sus miradas un mensaje gestual que entra en contradicción con la enérgica forma de expresion verbal.

Lo comento en mi entorno. ¡Qué caras más tristes veo en los políticos! Ese Juanma Moreno me parece agotado, ese Jesús Aguirre no digamos, ese Juan Espadas, ese Juan Marín cuando se quita las gafas -y eso que ahora parece más relajado después de las folclóricas primarias-, ese alcalde Bellido, esa Isabel Ambrosio... Mi apreciación no tiene éxito en la tertulia de amigos. Me dicen que bueno, que vale, que a lo mejor, pero básicamente que les importa un pimiento, que los políticos están ahí porque quieren y que se aguanten. Pues sí. Pero pienso en algunos de ellos, que no saben desde hace dos años lo que es tomarse unos días de vacaciones verdaderas, y que tienen sobre sí la crisis más enorme que se ha vivido probablemente en los últimos ochenta años. Son responsables de todos nosotros, y la variante ómicron parece empeñada en ponernos de nuevo en la casilla de salida de la pandemia.

En realidad, esos ojos tristes los acercan a la sociedad más que cualquier otra cosa que hicieran, pues son los mismos ojos cansados, agotados, que vemos a diario en el rostro de cualquiera que nos crucemos por la calle, de nuestros compañeros, vecinos y familia. En las caras de los autónomos y empresas que no saben cuánto más podrán aguantar, en la de los trabajadores asustados, los ancianos tan solos, los niños desorientados, las personas que han sufrido la enfermedad o la pérdida.

Llega ahora una Navidad que no va a ser tan abierta y libre como esperábamos, pero ahí estaremos. Con mascarillas y la ilusión que podamos ponerle al asunto. Apretando los dientes, con la inevitable disposición a la lucha. Porque no queda otra.