Yo «no he venido para hablarles de inmigración, sino de la historia de un sueño», les espetó con determinación. Reconozco que me impactó aquella proclamación que Joseph hizo con autoridad, nada más comenzar, a los alumnos del Colegio que asistían atónitos aquella mañana de clase, de finales de otoño, a un encuentro inesperado en el trajín de clases y materias diarias, con este chico desconocido, apenas unos años mayor, de color y pelo rizado, que había cruzado en patera el Mediterráneo para poder estudiar y labrarse un futuro mejor. La historia comenzó cuando Joseph, el menor de 6 hermanos, perdió a su padre en Camerún cuando tenía solo 9 años. La posición media de la familia obligó a la madre a priorizar las posibilidades formativas de los mayores, y pedir al más pequeño que, una vez terminada la formación secundaria, le ayudase a ganar dinero para mantener a sus hermanos. Con 18 dólares en el bolsillo y una bolsa con ropa, una mañana de incógnito, Joseph no se resignó y decidió con 15 años salir de su país y buscar un futuro mejor, aunque cuenta con desgarro y emoción la separación de su familia. De allí pasó a Nigeria, luego a Níger donde tuvo que trabajar duramente y enterrar a muchos compañeros de travesía. Luego llegó Argelia, y tras varios intentos de franquear una de las fronteras más duras y vigiladas del mundo, pudo alcanzar Marruecos. 17 meses de travesía malviviendo, para al final, subirse junto a otras 35 personas en una embarcación neumática prevista para apenas 8 personas, pagarle a las mafias su peaje y lanzarse en la madrugada a alta mar, buscando la otra orilla. «Todo es oscuridad y frío, nadie habla, el agua te rodea por todas partes. Piensas entonces que hay un 90% de posibilidades de que vas a morir como tantos otros». Hasta que 15 horas más tarde, casualmente la embarcación es avistada por Salvamento Marítimo.

Tras pasar por varios centros de retención e internamiento en Motril y luego en Algeciras, al final, se identifica a Joseph como menor de edad, y llega a un centro de protección de menores no acompañados de la Administración en nuestra ciudad. Joseph tuvo que repetir el último curso de la ESO para que le homologaran sus estudios y aprender el idioma, superó con sobresaliente el bachiller en un instituto público local, y hoy estudia Derecho en la Universidad, porque desde niño, como su padre, «quería ayudar a los demás». Los alumnos de aquél colegio asaltan a preguntas a su anfitrión. De golpe, se les han caído todos los prejuicios ante aquel chico delgado, que viste como ellos y comparte sus mismos sueños, y que además habla 4 idiomas con soltura, lo arriesgó todo y luchó por su futuro. Los alumnos comprenden al fin que en una población mundial creciente, cercana a los 8.000 millones de personas, donde los capitales viajan a golpe de click o las mercancías, donde todos llevamos encima artículos de cualquier parte del mundo, tenemos amigos on line en cualquier lugar, queremos viajar o estudiar o trabajar fuera, el mundo no es mío sino nuestro. En un mundo globalizado no caben ni las murallas ni los fosos que levantan el miedo, azuzado por la ignorancia, la xenofobia de tantos bulos malintencionados, discursos identitarios trasnochados o ideologías totalitarias, tan ajenas a la razón, a la naturaleza humana y a la objetividad de los datos. Aquellos alumnos comprenden que el derecho a mejorar tu vida es innato a la propia dignidad y existencia de la persona. Es un fenómeno natural y un derecho que, como todos, debe ser regulado correctamente para poder ser ejercido.

En la antesala de la Jornada mundial de las Migraciones que se celebra mañana, desde el campo a la ciudad, del interior a la costa, del sur al norte, del este al oeste, desde la noche de los tiempos, en todos los lugares y momento de la historia, les confieso que todos somos migrantes porque todos tenemos un sueño.

Historia basada en hechos reales.

* Abogado y mediador