La convicción de que la Divinidad actúa en la historia, y se revela en los acontecimientos, es una idea común a todos los pueblos en todas las épocas, aunque el concepto haya tenido, según la religión practicada, muy diferentes, e incluso contrapuestas, interpretaciones.

Han transcurrido más de 25 siglos desde que en la Grecia clásica la tragedia, teatralmente representada, puso en primer término la fuerza del destino que, haciéndolos su juguete, desgració a la dinastía mítica de los átridas, o a la real familia de Edipo, el héroe legendario del ciclo tebano que acabó ciego. Un destino fatal que abarcaba estirpes completas como, desde el siglo pasado, les viene sucediendo a los Kennedy norteamericanos.

Pero, en occidente, 2.500 años después, el azar ha sustituido al destino del que ahora apenas se habla. El elegante, el concentrado poeta Pedro Salinas, cúspide de la generación del 27, nos transmitió, en uno de sus primeros libros, que solo tenía confianza en el ineludible azar. Versos memorables que, más tarde, sirvieron a María Dolores Pradera para que, fiel a la palabra poética, nos confesase cantando que ella tampoco se fiaba de la rosa de papel, que tantas veces hizo con sus manos, ni de la rosa verdadera, la prometida del viento, la hija del sol; que solo confiaba en el redondo, seguro azar.

La fortuna, la suerte, la fatalidad, la desventura, la casualidad, la predestinación -palabras que están desperdigadas en la Biblia- tomaron un sesgo nuevo cuando san Agustín afirmó que la providencia es tan natural que nada puede quedar fuera de su regazo, pues la historia pende del juicio de Dios. Esa visión teológica, siglos después, fue continuada por santo Tomás de Aquino, pero matizando que los defectos, privaciones, dramas, angustias y dolores de algunos seres particulares no excluyen la existencia de una causa suprema que ni empaña ni desmiente el orden preestablecido del universo. Tesis que refuerza con un sofisma, pues -citamos literalmente- «no viviría el león si no padecieran otros animales, ni existiría la paciencia de los mártires, si no moviesen persecuciones los tiranos». Bueno.

En otros tiempos -antes y después de la escolástica medieval- tres cordobeses: el hispano romano Séneca, el judío Maimónides y el romántico Ángel de Saavedra, Duque de Rivas, coinciden en que la providencia, llámese sino o desventura, solo determina a los seres dotados de razón, aunque confesaban desconocer por qué los hechos acontecen de tal manera.

Desconocimiento que pervive en nuestro tiempo, donde los incesantes descubrimientos y sabidurías actuales, siempre generan un cúmulo de novísimas incertidumbres e ignorancias. Quizás, por eso hay quienes conjeturan que el «seguro azar» de Pedro Salinas no es consecuencia de la chiripa, sino de una leyes cósmicas que, hoy por hoy, se le escapan a nuestro entendimiento.

(Después del punto final, y convencidos de que la mejor crítica es la autocrítica, procedo a releer lo escrito. Al momento, nos viene a la memoria un brevísimo dialogo entre Babieca y Rocinante que aparece en el preámbulo del Quijote: « -Metafísico estáis. -Es que no como». Yo, por si las moscas, y para evitar otro día la metafísica, procedo a degustar una cena mínima, geriátrica: caldito perfumado con yerbabuena, un huevo pasado por agua, una verde doncella -la manzana de nombre erótico- y dos galletas María integrales. ¿Ustedes gustan?).

* Escritor