En cuestiones de lenguas vivas, según las ONU, hay unas 7.000, aunque solo 28 tienen más de 50 millones de hablantes. Luego también hay muchas lenguas muertas o, mejor dicho ‘zombis’, que para eso aún se aprende el latín o el griego, el árabe y chino clásico, el arameo... Y son todas muy útiles no solo para comprender el pasado sino para leer en él el futuro. Otro tipo de lenguas serían las ‘muertas del todo’, como nuestro andalusí y otras miles que se perdieron en la historia o evolucionaron a idiomas muy distintos. También hay lenguas dominantes, como lo fue el francés en el siglo XVIII y que aún es el idioma de la diplomacia, ahora el inglés en el comercio universal o el alemán imponiéndose cada vez más en el continente... Pero lo que no recoge ningún lingüista ni filólogo es el grupo de ‘lenguas arrojadizas’, que sin embargo, también existen desde el mismo momento en que se ha querido imponer un idioma por la fuerza por razones que nada tienen que ver con la comunicación.

Luego retomo el argumento, pero antes, permítanme hablarles del filósofo Marco Aurelio, un pensador y emperador romano tan simpático para todo el mundo que hasta Hollywood, en ‘Gladiador’, lo presentó como el sabio al que todo el mundo le gustaría tener como padre o abuelo. Marco Aurelio es muy fácil de leer, porque estructura sus pensamientos en sentencias. Por cierto, justo como hacía Séneca, ese ‘Séneca nuestro’ que nada tiene que ver con el ‘senequismo nuestro’, que algunos han definido como «doctrina local para justificar la pasividad y el derrotismo de aquellos que no han leído a Séneca y, después, a ninguno más». Yo... ahí lo dejo.

A lo que vamos con Marco Aurelio: resulta que su frase más conocida no hay ni siquiera que haberla leído para sabérsela porque ya es famosa, curiosamente, también de manos del cine y por la boca de un doctor, sin ser recomendable ni el doctor ni su boca al tratarse de Hannibal Lecter, el del ‘El Silencio de los Corderos’. Fue cuando le dijo a la agente Clarice Starling: «¡Lea a Marco Aurelio! De toda cosa, pregúntese cuál es su esencia».

Y a eso vuelvo, buscando cuál es la esencia de un idioma, que no es otra que la de comunicar, hacer que las personas se entiendan, crear relaciones, transferir ideas y emociones, llevar un pensamiento a otro individuo distinto por el habla y la escritura, ayudar a crear cultura y comunidad... Por supuesto que con el idioma se puede mentir, se puede discutir y hasta pelear... pero no dejan de ser en el fondo maneras de comunicar, por muy desagradables que se manifiesten.

Pero, si seguimos estas definiciones de lo que es el alma de un idioma, vemos que por muy digno y mucha tradición literaria y cultural que tenga una lengua detrás, en ninguna de ellas, digo, está la de usarse para no entenderse, como arma arrojadiza de incomunicación en el trato personal o institucionalmente. Es la perversión total de una cosa que nació para todo lo contrario: para acercar y comunicar. Es prostituir la esencia de una lengua.

Creo que usted me entiende, y seguro que conoce casos llamativos de cuando a un bien tan elevado e importante en una comunidad se le obliga a tener un fin tan despreciable como el levantar barreras entre las personas.