Todo empezó con despertares por la noche sin poder retomar el sueño. De día estaba cansada y tenía un malestar difícil de definir. Se emocionaba con facilidad y se sentía insegura frente a situaciones que antes controlaba. Un día estuvo a punto de romper a llorar por un comentario que le hicieron en el trabajo. Estaba tensa e intranquila y nada lo justificaba. Se preguntaba si era normal o no lo que le ocurría, sin llegar a ninguna conclusión.

Cuando se lo comentó, su pareja la miró extrañado, la abrazó y le dijo que se le pasaría, que todos tenemos malas rachas. Luego habló con su mejor amiga, quien le hizo un inventario de las razones que tenía para estar mal: el trabajo precario, seguir en casa de los padres a su edad, su imposibilidad de emanciparse, el miedo a que el tedio y la insatisfacción se instalase en su relación de pareja... La escuchó dándose cuenta de que estaba relatando la situación vital de ambas, pero ¿por qué solo ella no dormía y cada día está más cansada e insegura?

El domingo, con toda la familia reunida a la hora de comer, planteó su estado atribuyéndolo a una imaginaria compañera de trabajo. Las opiniones fueron variopintas, desde «¡Pobre chica! Seguro que hay alguien que se lo hace pasar mal» a «La gente se ahoga en un vaso de agua, qué poca resistencia», o «Eso es que se le está yendo la cabeza, verás.» Ningún mensaje de esperanza, ninguna salida a esa situación. Entonces preguntó: «¿Y si le digo que consulte, que pida ayuda a su médico o vaya a un psicólogo?». Tras un silencio corto, se multiplicaron los comentarios: «Va a pensar que la estás llamando loca y se puede ofender», «Como entre en esa rueda, no va a salir», «¿Crees que las pastillas o las comeduras de coco sirven?», «¿Si se enteran en el trabajo, le renovarán el contrato?».

¿Ocurriría lo mismo si se tratara de otro problema de salud? En general, no. Una de las principales razones que hacen tan difícil pedir ayuda psicológica o psiquiátrica es el temor a que ello suponga una merma en nuestra imagen, que seamos considerados como alguien con un potencial vital disminuido y provoque repercusiones negativas a nivel familiar, en las relaciones de pareja, entre los amigos o en el trabajo. A eso se le llama estigma.

En estos días, los medios de comunicación hablan mucho sobre el impacto de la pandemia de la covid en la salud mental de los ciudadanos. Los estudios demuestran un aumento de los síntomas que reflejan el sufrimiento psicológico en la población, especialmente en los grupos de mayor riesgo (niños y adolescentes, ancianos, mujeres víctimas de maltrato, discapacitados y enfermos crónicos, personal sanitario y todos aquellos que se encuentran en situaciones de vida desfavorables). El aumento del consumo de psicofármacos -nuestro país ya era uno de los mayores consumidores del mundo- no ha frenado el ascenso del malestar, incluyendo el alarmante incremento de los intentos de suicidio entre población joven.

Hay un consenso general en la necesidad de abordar el problema y fortalecer el sistema público de salud, tanto de la atención primaria como de la salud mental, dirigido a prevenir, detectar los casos y abordarlos. Para acceder a este sistema hay que pedir ayuda y ello supone vencer el miedo al rechazo, a ese estigma que, como una mancha indeleble, puede marcar nuestra identidad y acompañarnos a lo largo del tiempo. Se ha demostrado que la actitud del entorno cercano, de nuestros seres queridos, es la fuerza más potente -la que puede aportar la mejor ayuda, o provocar el peor daño- cuando una persona sufre una enfermedad mental. Y si esto sucede cuando la enfermedad ya está instalada, puede deducirse que la conducta del entorno también favorecerá -o no- que esta persona solicite ayuda antes de desarrollarla.

Para que esas actitudes cambien, la lucha contra el estigma no puede realizarse solo en el ámbito sanitario donde, además, también existe. Es necesario trabajar en otros campos, desde la educación a la cultura, desde los medios de comunicación a la administración de justicia; utilizar la información y la formación para generar una tenaz y constante onda expansiva que impregne nuestra sociedad y socave el poder de los prejuicios.

Una onda empieza por un cambio, una perturbación. Quizá el mejor impulso que podría recibir la chica de la que hablamos sería que alguien en esa comida familiar propusiera: «¿Y por qué no va a pedir ayuda, acaso no quiere saber qué le pasa? Que empiece por su médico de familia». Quizá así rompiera la unanimidad de esos comentarios anclados en el miedo y en los prejuicios y una salida asomara en su horizonte.

*Psiquiatra