Me enredo con mi amigo José Ángel Sánchez en una conversación sobre la originalidad literaria y me cuenta la curiosa historia de un soldado del Siglo de Oro, por nombre Diego Galán, que padeció cautiverio en Constantinopla y lo recogió en una suerte de autobiografía. Lo normal era que te entrullaran en Argel, como a Cervantes, no en Constantinopla, donde los cautivos -por lo visto- alucinaban, porque además era una ciudad enorme, vibrante, cosmopolita y la mayoría iban sueltos a trabajar allí para sus amos. Estas notas quedaron manuscritas y le sirvieron como borrador para forjar un relato más cuidado de cara a su posible publicación. La primera versión se llamó Relación del cautiverio y libertad de Diego Galán. Se trata de un texto breve cercano a la literatura oral, redactado hacia 1620 y conservado en la biblioteca de San Lorenzo del Escorial. Efectivamente, años más tarde, lo reelaboró. Pero este segundo original, que se encuentra en la Biblioteca pública de Toledo, cargado de ornamentos pretendidamente literarios y de imitación del estilo entonces en boga, aburre. Es engolado. Suena a falso. La reescritura cultista del texto primigenio resulta, en suma, insufrible. Sin embargo, el borrador, de una prosa mucho más sencilla, nos parece hoy encantador, interesante e incluso moderno. Respira verdad. Lo sentimos original.

Es casi inevitable la rendición a los hábitos del tiempo, pero lo cierto es que cada época cuenta solo con unos pocos maestros y todos los demás no tienen más fortuna que su propia voz, y es precisamente esa la que se sacrifica en el altar de la moda. Sin embargo, paradójicamente, cuando más se ajusta la literatura, el cine o la pintura al pretendido consenso de sus coetáneos, más pronto envejece. Porque los tiempos cambian, siempre, mucho más rápidamente que las personas.