Cuando la cultura política carga el acento en la libertad absoluta y la identidad del individuo, y se olvida la necesidad de cultivar un mínimo grado de cohesión que estabilice la delicada estructura y la identidad del conjunto de la sociedad, se corre el riesgo de arruinar la convivencia.

Nuestro país, que inició con ilusión la recuperación de la aventura democrática devolviendo al pueblo las instituciones a través de la descentralización de la gestión en las autonomías y ayuntamientos, lleva tiempo recorriendo un peligroso camino hacia la disgregación, borrando las viejas referencias que nos unían sin sustituirlas por otras, al tiempo que se acelera la construcción de identidades nacionales menores que alimentan la reivindicación y la confrontación en vez de la cooperación para construir un estado más fuerte que pueda cuidar con más eficacia y eficiencia de todos los ciudadanos.

Este mal nos afecta a casi todos, no es privativo de la izquierda o la derecha. Tras el franquismo, a la derecha se le puede achacar específicamente su lentitud en el distanciamiento de la herencia franquista, sus políticas activas para reducir las estructuras del estado y el colchón protector de los ciudadanos menos favorecidos y con mayor riesgo de exclusión social, y su exceso de fe en que la sociedad civil sabrá y podrá autoorganizarse y defenderse frente a la amenaza de las élites económicas.

Nuestras izquierdas, por su parte, han abominado del estado español, primero por franquista y luego solo por español, y se han entregado a su disolución en aras de una utópica federación o confederación de pequeños estados nación. A la izquierda se le atribuye una responsabilidad, por acción u omisión, de la centrifugación del país, marcada históricamente por los nacionalismos vasco y catalán, a la que los propios partidos de ámbito estatal se entregaron: el PCE/PSUC y demás partidos de extrema izquierda de la transición mostraron un camino que luego han seguido los partidos de la órbita de Podemos y hasta el PSOE/PSC y demás socialistas federalistas.

El cultivo de la identidad local, con la excusa de la lengua, la geografía o la pura idiosincrasia, a veces provocada por una mala política de redistribución del poder, y bajo la inspiración del independentismo vasco y catalán, ha despertado nacionalismos, regionalismos y cantonalismos donde estaban dormidos, muertos o donde ni siquiera se habían documentado previamente. Aparte de los partidos independentistas catalanes, vascos, y gallegos, tenemos en las Cortes a Unión del Pueblo Navarro, Coalición Canaria, Partido Regionalista de Cantabria, Foro Asturias, Teruel Existe. Y en las próximas elecciones tal vez veamos una explosión de propuestas (ya se conocen más de 160 asociaciones de 30 provincias) organizadas en torno a la identidad de la España Vacía.

En el seno de las organizaciones de derechos sociales e individuales ha ocurrido más de lo mismo; una multiplicación de las identidades y su reivindicación a través del enfrentamiento a la identidad de los otros, a los que se los mira como adversarios en lugar de como conciudadanos. El simple juego musical y estético de las tribus urbanas se ha ido transformando en una lucha a brazo partido por la hegemonía social en la jungla democrática. Ahí tenemos el planteamiento machista tradicional que rechaza otras identidades y les niega la visibilidad y el derecho a la ciudadanía. Y el efecto reacción de un movimiento feminista exacerbado, cuyos representantes más extremos ven lo masculino como amenaza (como un pene que amputar) en lugar de como complemento. O el enfrentamiento entre el movimiento transexual con el feminismo más clásico. No es sencillo reconocer y reconocerse como parte de un todo. Los niños pequeños no lo saben hacer hasta cierta edad. Los bebés pueden incluso ver sus manos o sus pies como seres extraños. Sentirse parte de un todo es algo que debe aprenderse y cultivarse. Si no lo hacemos, como sociedad, estamos condenados a la autodestrucción.

* Profesor de la UCO