La Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuya efemérides celebramos hoy con motivo de su aprobación por la Asamblea General de Naciones Unidas en 1948, debería ser un día festivo para todos los países. Después del horror de dos guerras mundiales, celebrar que la comunidad internacional se sentara en torno a una mesa para aprobar, por primera vez en la Historia, una declaración con valor jurídico donde se recogen los derechos más elementales de los seres humanos es un hito histórico. Sobre todo, se convierte en jornada de reflexión y de reivindicación por el largo camino pendiente de recorrer. Los derechos humanos son una concepción evolutiva que se actualiza históricamente, son prescripciones éticas que obligan en conciencia a individuos y pueblos, son valores sobre los que existe un consenso moral de la humanidad, y son también derechos positivos otorgados y sancionados por los poderes estatales y las instituciones internacionales.

Por encima de las cifras y las estadísticas de la miseria, de la esperanza media de vida en los países más empobrecidos del mundo, de los datos del hambre y la renta per cápita, de los desplazados forzosos, del número de náufragos en las aguas del Mediterráneo, y de las víctimas de todas las guerras -esas que no aparecen en los medios de comunicación- este año me quedo con dos mensajes diferenciados que comparto. El primero, nos lo propone las mismas Naciones Unidas con el lema de este día: «Todos humanos, todos iguales». Proclama que recobra mayor virtualidad y es más importante que nunca cuando el mundo se enfrenta a una crisis de salud pública sin precedentes. Mientras en la Europa rica los negacionistas se multiplican y se resisten a la vacunación, mientras se devuelven millones de dosis en la frontera de la caducidad, la mayoría de la población mundial no tiene acceso a la prevención de esta enfermedad. La igualdad, no lo olvidemos, no es un atributo que se predica solo respecto de los géneros, sino básicamente de todos los seres humanos. La igualdad radica en la dignidad de la persona humana. Por eso la historia de los derechos humanos, es la historia por la dignidad humana, es la rebelión ante la exclusión y la cosificación. Detrás de cada artículo de la Declaración, existe toda una historia revolucionaria de luchas y conquista. Hoy vivimos, en cambio, una deconstrucción y una reformulación de la idea de dignidad, basada en el capitalismo cínico y en el imperialismo económico, que nos alertan.

El otro subrayado lo puso el Papa Francisco en su visita a Lesbos hace unos días: « Estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes; estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos llenos de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas». Efectivamente, los pobres no son para contarlos, sino para abrazarlos. Nos perdemos en el laberinto de los datos y las gráficas, en las interpretaciones de barra y tertulia, sin conocer rostros con nombres y apellidos, historias concretas de supervivencia. Nos atenaza, como dice Francisco, «la parálisis del miedo, la indiferencia que mata, el cínico desinterés que con guantes de seda condena a muerte a quienes están en los márgenes», que nos están llevando al naufragio de nuestra civilización. Se trata de mirar a los ojos, de escuchar pacientes al otro lado de la mesa, de curar heridas, de empatizar y colocarse en el lugar de esa persona, sus raíces y contexto. De descubrir que, en cualquier parte del mundo, el dolor y el amor nos hace iguales, que todos tenemos las mismas necesidades y los mismos sueños, las mismas esperanzas. Los derechos humanos universales, decía Eleanor Roosevelt, comienzan en pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa. No lo olvidemos.

** Abogado y mediador