En ‘Ecohéroes...’, el último libro de Carlos Fresneda, se nos habla de muchísimos temas, con el trasfondo de un mundo injusto, en el que mil millones de personas pasan hambre, mientras otros mil quinientos están sobrealimentados o tienen problemas de obesidad, al tiempo que se tiran cada día a la basura miles de toneladas de alimentos. Producimos de hecho comida suficiente para alimentar a toda la Humanidad, por lo que si no se consigue ese objetivo es básicamente por problemas de distribución, falta de eficiencia o tiranía de los mercados. Hay que evitar el despilfarro, y a este fin se dirigen actualmente numerosas organizaciones repartidas por todo el planeta, con la ONU a la cabeza. Destaca en este sentido la figura del cocinero español José Andrés, candidato reciente al Premio Nobel de la Paz, quien tras ensayar en Haití inmediatamente después del terremoto de 2010 sus cocinas solares, hoy cada vez más extendidas, se ha convertido en uno de los activistas solidarios de mayor proyección internacional, al frente de su World Central Kitchen, la ONG que viene dando de comer a medio mundo con la alimentación como agente de cambio y empoderamiento. Su labor, favorecida además por un magnífico don de gentes, no para de recibir reconocimientos y, con ellos, también financiación pública y privada, siempre dispuesto a acudir allí donde se le necesita. Basta recordar la labor desarrollada durante la crisis del coronavirus, que según él ha venido a demostrar un axioma categórico, suscrito cada día que pasa por más y más gente: «sobran políticos y faltan líderes». 

En efecto, la lectura de ‘Ecohéroes...’ trae a primer plano toda una serie de cuestiones que deberían estar, indefectiblemente, entre las prioridades absolutas de nuestras sociedades, y en particular de nuestros administradores: poner en valor la vida en los barrios; potenciar la agricultura urbana, los tejados verdes y el activismo ecológico y social; reducir drásticamente, hasta incluso suprimirlo, el uso del coche, y con él de las emisiones y de la contaminación (cada año mueren siete millones de personas en el mundo por la mala calidad del aire); primar la bicicleta, que mejora la salud, disminuye el absentismo e incrementa la productividad, y el transporte colectivo o compartido; apostar por la biodiversidad; apoyar el espíritu comunitario y la eficiencia energética; apostar por la construcción de ecoaldeas como la de Ithaca, a solo cuatro horas de Nueva York, en la que prima la economía local, el cooperativismo y la agricultura ecológica (reserva el 80% del espacio para zonas verdes, frente al 20% para la ocupación humana, un modelo que cuenta ya con ejemplos en España, agrupados en la Red Ibérica de Ecoaldeas); introducir cambios sustanciales en los hábitos alimenticios en pro de una ingesta menor -debemos aprender a comer- y una dieta más vegetariana basada fundamentalmente en la agricultura y los productos ecológicos, que en absoluto deberían ser más caros que el resto; crear bancos de semillas de acceso libre para los agricultores, especialmente en países del Tercer Mundo; regular la superpoblación, a pesar de que esta afirmación provoque escalofríos por sus múltiples implicaciones o el uso político maniqueo que pueda hacerse de ella; luchar contra la contaminación acústica y su larguísima lista de efectos indeseables contra la salud, fomentando los aspectos beneficiosos del silencio -«esa sucesión de pequeños e infinitos sonidos que son el pálpito del maravilloso planeta en el que vivimos», según Gordon Hempton, y que hemos de aprender a escuchar-; renaturalizar los tramos urbanos de determinados ríos, como ha hecho modélicamente Madrid con el Manzanares a través del proyecto abanderado por el ecologista Santiago Martín Barajas, y en cualquier caso optimizar las cuencas hidrográficas y el uso del agua, porque de ella depende la vida y es cada vez más escasa; eliminar progresivamente los combustibles fósiles en favor de las energías renovables, que hoy representan ya en torno al 20% de las consumidas en todo el mundo (es de justicia destacar el hecho de que acaben de eliminarse las restricciones existentes para la instalación de placas solares en el centro histórico de Córdoba); reforzar la economía circular, en la que nada se pierde y todo se transforma, frente al principio capitalista de la sociedad de consumo: producir, usar y tirar; corregir los desequilibrios y combatir la pobreza hasta cambiar las dinámicas y los contextos sociales, asegurando a todos una vida digna; poner coto a la generación de residuos (actualmente, unos 2.000 millones de toneladas al año; para 2050, seguramente el doble); potenciar el reciclaje y el aprovechamiento integral de los recursos, como hace la naturaleza; o combatir la obsolescencia programada y prolongar en lo posible la vida de las cosas, desde el convencimiento de que todo, o casi todo, es aprovechable. Así lo afirma con rotundidad desde Los Ángeles el activista conocido como Mr. Jalopy: «reparar es mejor que reciclar. Reparar es salvar el planeta. Reparar es compartir y conectar».