Córdoba posee muchas cosas. Quizá no tenga las Siete Troyas que descubrió Schliemann, pero en su serranía puedes diferenciar hasta siete tipos de suelos: desde el leptisol predominante al hollar la cercanía de las Ermitas, hasta el luvisol que escarbas en los encinares del Patriarca, señal evidente de que un día estuvimos sumergidos junto a los trilobites. Atesoramos el póker de cuatro Patrimonios de la Humanidad, pero también el curioso dato de aglutinar en una franja tan estrecha algunos de los suelos más antiguos del planeta -las estribaciones de los regolitos de los Pedroches- junto a las novísimas margas de la depresión del Guadalquivir. Y eso imprime carácter.

En eso de acompasar lo viejo con lo nuevo -más lo primero que lo segundo- tenemos mucho que decir. La cementera, sin ir más lejos, establecida en nuestra ciudad el mismo año que el advenimiento de la II República. Habrá cambiado más veces de nombre que Prince, pero en el nomenclátor cordobés, Asland tiene tanto pedigrí sentimental como la parada de autobús de Fuentes Guerra. Su cinta transportadora bifurcaba campestres ilusiones: unas se expandían hacia el dominio agreste de los peroles -raro es que el espárrago no figure en nuestro escudo de armas-; y otras a juguetear como aprendiz de geólogo en las canteras, donde podías tropezarte con ammonites o dientes de tiburón. De hecho, las fumarolas de Cosmos-Votorantim se antojan como un fósil viviente, la anacronía de un desarrollismo de plena estirpe industrial fagocitada por el casco urbano, el mismo proceso que urbanísticamente ya se tragó el chimeneón de Carbonell. Y se ha lidiado con muchos sopicaldos de hipocresía respecto a su situación excepcional. Para nuestra deshonra, pesa mucho que algún forastero se haya plantado ante la torre de descarbonatación de Asland, emulando a Teophile Gautier frente a ‘Las Meninas’: «¿dónde está el cuadro?»; salvo que aquí el interrogante no desvela admiración por la maestría de la invisibilidad, sino bochornoso sonrojo. ¿Dónde está la industria? Porque la cementera ha sido una isla en nuestro erial del sector secundario. Y el ni contigo ni sin ti se llevaba al terreno de la contaminación, cuando desde hace cinco años el coque de petróleo se dejó de utilizar como combustible principal en la planta de Cosmos, sustituyéndose, entre otros, por biomasa como fuente de alimentación.

Ahora se avisa que la cementera cordobesa dejará de fabricar clínker, que es como pedir un güisqui con agua, hielo, pero sin güisqui. Esos gránulos resultantes de la calcinación de la caliza y arcilla vienen a ser la piedra filosofal del hormigón; un pasito más en visualizar esa decadencia por tiempos. Frente a las intermitentes vindicaciones vecinales por las humaredas de la fábrica, cuando una vez visité sus instalaciones, sus empleados mostraban una digna y futurible resignación, como la de los hacendados franceses en Indochina ante el avance del Vietcong. Seamos realistas: no hay dinero ni siquiera para pensar en un traslado de la cementera fuera del casco urbano, y son sus trabajadores los que ahora lidian con la inquietud del traslado, el despido o la reasignación. Asland fue nuestro ninot indultado cuando por España se paseó ese moderno ángel exterminador llamado reconversión. Ha sobrevivido a los tiempos dorados de la pujanza del ladrillo y ahora se trata de dulcificar y prolongar cuanto sea posible su propia continuidad frente a lo inexorable. Serrat se retira y tiempo ha ya nos cantaba los fantasmas del Roxy. En Poniente se deslizan sobre hilaturas de cobre los fantasmas de la Letro. En Levante, el silencio definitivo de las cintas transportadoras de las canteras aún puede esperar.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor