Contra la necedad de los que a diario ensanchan los límites de su libertad, poniendo en riesgo la vida de los otros, poco puede hacerse. No vale argumentar ante su insensatez cualquier motivo, por pequeño que sea, con el fin de convencerlos de que habitamos una sociedad donde lo que hagamos influirá en los otros. Querámoslo o no, vivimos interrelacionados unos con los otros aquí, y en cualquier sitio, inmersos en las aguas de la globalización. Lo que hagas, o dejes de hacer, influirá en el prójimo, en el vecino que vive a pocos metros de donde resides. La realidad es así. Pero hay gente, no obstante, que piensa de otro modo y disfruta viviendo de espaldas a los demás. Son como cárabos ocultos en la espesura de un monte sumido a orillas de la bruma, una sierra tendida a espaldas de la luz. Tienen las alas impregnadas de cenizas y, por ese motivo, les cuesta alzar el vuelo sin derramar neblina alrededor.

Contra su necedad no hay argumentos. Frente a la estupidez desaliñada, el orgullo cetrino y la arrogancia sideral del que hace a su gusto lo que dicta su egoísmo, uno, ante todo, debe protegerse e intentar abrazarse a la serenidad y la calma litúrgica que ofrece la razón. Aquí, en estos casos, no sirven las palabras: es como soplar dentro de la niebla en medio de un bosque intentando abrirnos paso para vislumbrar, cuanto antes, el cielo azul. Las palabras no siempre pueden disolver la niebla obstinada que la tozudez derrama en la mente de algunos. Lo de los antivacunas es un problema difícil de resolver con el diálogo. Estamos rodeados de homínidos insensibles, de lagartos sin cueva que intentan guarecerse bajo las alas frágiles del ave que cruza a su lado ofreciéndole respeto, solidaridad, afecto y sensatez. Y es que a los lagartos les gusta vivir cómodos y tomar el sol sin que les moleste nadie. Son los genios gloriosos de la individualidad. Si vislumbran peligro huyen hacia su guarida, su gentil capuchera, buscando protección. Tomar el sol sin que nadie te moleste, dando al mundo la espalda, es una postura cómoda. De ese modo vegetan muchísimas personas. Hay mucho individualismo en el ambiente. Pero esa postura al final puede dañarnos. Quien piensa en sí mismo y no respeta al prójimo, ni le interesa buscar el bien común es, sobre todo, un bárbaro egoísta que no entiende el sentido de vivir en sociedad.

Con cierta frecuencia, uno debe desprenderse y olvidarse de sus comodidades y sus placeres, de su adocenada zona de confort, para aceptar pequeños sacrificios que, a la larga, redundan en el bien de los vecinos o incluso de los familiares que queremos. A nadie le gusta, en el fondo, vacunarse así por las buenas, por antojo o por capricho; más bien al contrario, uno lo hace por su bien, y a la vez, como es obvio, por el bienestar común de los seres más frágiles de nuestra sociedad: las personas ancianas y los que sufren enfermedades que, aun ya vacunados, tienen su organismo débil y, por ello, requieren una protección mayor. De no haber en nuestro país, según los virólogos, más de cuatro millones de gente aún sin vacunar, la situación que vivimos en estos días -la tremenda subida en los casos de contagio de coronavirus- no se habría producido. Muchos de los antivacunas más acérrimos, mostrando su pérfido halo insolidario, dicen que no se vacunan por temor, por el miedo que tienen a los efectos secundarios de un medicamento inventado en pocos meses del que, en principio, ellos no se fían. Otros no lo hacen, en cambio, según dicen, arguyendo que en la vacuna han incluido, mediante una técnica muy sofisticada, microscópicos microchips para espiarnos utilizando sistemas de control absolutamente increíbles y fantasiosos. Como si ya no estuvieran controlándonos a través del teléfono móvil y otros métodos de moderno diseño que espían nuestra intimidad. Son argumentos inútiles y absurdos, además de egoístas, insolidarios y cómodos, que, llevados a la práctica, afectan a los demás, a todos los que nos hemos acercado, muchas veces sin ganas, a ponernos una vacuna que, como es demostrable, es la única barrera para intentar detener de una vez por todas el zarpazo del covid en nuestra sociedad.

El miedo es un árbol de raíces retorcidas que arraiga con fuerza en la mente y las entrañas cuando cerramos los ojos y desconfiamos de todo lo que sucede, ha sucedido, y puede ocurrir a nuestro alrededor. Uno sabe que el miedo es paralizante, y, de alguna manera, durante la pandemia todos hemos sentido el crujido tenebroso de las untuosas raíces de su árbol arraigando en la nieve de nuestro corazón. Pero esa nieve se ha ido diluyendo a medida que muchos hemos ido vacunándonos pensando no solo en nosotros, que también, sino -es bueno decirlo-, a la vez por otro lado, en el beneficio común de los demás intentando construir un mundo solidario en el que la empatía fluya a nuestro alrededor.

*Escritor