Les confieso que soy más seguidor del pensamiento de Emilio Lledó, Fernando Savater o Adela Cortina que del madrileño Antonio Escohotado. Pero también les debo reconocer el magnetismo de una figura controvertida, que se apagó hace unos días y a la que Madrid dedicará una estatua, como tributo y reconocimiento para las generaciones venideras, «por su libertad, su vitalidad y su profundidad». Tres cualidades, vividas contra corriente en muchas ocasiones, que nos deberían servir de estímulo y referente.

La biografía de Escohotado, es como una vida novelada llena de escenarios diversos y secuencias complicadas, vividas todas ellas con inusitada pasión hasta el último minuto. A la vez que llena de contradicciones y osadías, de un sentido evolutivo marcado por una intensidad absoluta y la vehemencia de sus planteamientos. Pasó de querer alistarse al Vietcong en su juventud, a ser funcionario del Instituto de Crédito Oficial, o confesarse como un liberal en su madurez. Presidiario, ensayista, traductor, profesor, y sobre todo filósofo. Hijo de la corriente contracultural de los años 60, de la revolución sexual y de lo políticamente incorrecto, como lo muestran sus intervenciones o su obra El espíritu de la comedia, sobre sociología política, donde destacan los personajes del impostor, el bufón y el magnate. Fue un pensador valiente, de una enorme sinceridad intelectual, con una cultura vastísima, militante en el debate social presente en la frontera de los temas tabúes como la eutanasia, el aborto, el mercado o el consumo de drogas.

Pero más allá de una obra extensa e intensa de la que quedan sus ensayos, destacan dos constantes en su pensamiento y su historia vital que le hacen brillar especialmente en nuestros días. De un lado, era un personaje libertario, que magnificaba su amor por una libertad sin límites, tanto en lo personal - «de la piel para dentro comienza mi jurisdicción soberana, defiendo el derecho a la extravagancia» -, como frente a cualquier tipo de poder, situándose por encima de las derechas y las izquierdas, desconfiando de un Estado que -antes o después- toma como rehén los derechos individuales. La libertad no se mide ni se pesa, se lamenta cuando no se tiene, manifestaba este autor que se situaba contra la coacción de todas las servidumbres y miedos.

De otro lado, mostraba una inquietud permanente y sincera por el conocimiento. El sentido de la vida era la curiosidad. Uno fundamentalmente se muere de analfabetismo. La ignorancia es lo que mata, insistía el autor de ‘Caos y Orden’, en estos tiempos de la posverdad. Poco antes de morir, declaraba a un periodista «veo a otros viejos de mi edad intentando evitar, o saber, lo inevitable, y me da pena y me da orgullo. Pena de ellos y orgullo de haber llegado a mi situación, donde prestarle atención a la fonética noruega y a la geología de Islandia, es lo único que me permite sentir lo previo, es decir, si la vida se despide, yo me despido antes. ¿tú pataleas ante lo inevitable? Yo no». Aprender es cambiar de ideas, decía, por eso no tuvo inconveniente en reconocer y transitar por discursos muy diversos, incluso antagónicos. La gente viene a confirmar sus ideas como dogmas, se quejaba en un país donde casi todos dogmatizan ideologías y creencias desde un sectarismo pobre, simple y atroz. Madrid lo recordará con la frase misma que eligió para su epitafio, y que nos podría servir de faro luminoso a todos en esta hora: «Quise ser valiente y aprendí a estudiar».

*Abogado y mediador