Cuando ya parecían restañadas las heridas, allá por los años ochenta de hace cuarenta años, ¡otros cuarenta años!, se asentó en nuestra literatura, nuestro cine, nuestra universidad, en este triste suelo patrio, formado a base de barro de sangre, lágrimas, mentiras y traiciones; se asentó, digo, la idea de que hubo unos ganadores y unos perdedores en nuestra ¿última? guerra civil y en nuestra ¿última? dictadura, como si hubiese ganadores en cualquier guerra civil. Y todos corrimos a la moda de esa fascinación, porque así nos publicaban, nos premiaban y llenaban las salas de nuestros cines. Y es que es muy fácil, siempre, sacudir el monstruo de la violencia, en el afán de inquina, en los intereses creados, en este tanto histrionismo y palabrería como nos gastamos en esta pobre tierra amasada en sangre, amasada en lágrimas, amasada en rencor de todos contra todos. Ahora ya está el trabajo hecho de nuevo y los fines conseguidos. Ahora hemos vuelto a crear la imagen de vencedores y vencidos, esa patraña con la que se intenta camuflar la patraña de una guerra y sus mentiras; esa falacia estúpida, trágica, tan llena de violencia y más violencia. Y vuelta a regresar a la guerra, vuelta a sacrificar a otra nueva juventud en pérdidas absurdas de energía; otra juventud dispuesta a seguir hasta la muerte a los que la hacen cabalgar en la violencia. Y vuelta a empezar. Veo que ya, a estas alturas de la historia, estamos definitivamente sumidos en una demencia suicida: jugar con la muerte para levantar más polvareda de muerte y de ruina. Y desde esa perspectiva, hacer otra y otra y otra revisión de la historia que no vivimos y que nuestros padres nos legaron restañada; la perspectiva de cada cual enarbolando sus héroes y sus mitos, convertidos en armas arrojadizas contra otros; dedicados al continuo oficio de desenterrar cadáveres para transformarlos en ideologías. Y así esta orgía continua de manipulaciones, para acabar en vuelta a empezar. Creo que solo somos ya un desecho de dementes, egoístas, traicioneros cargados de caretas, de tantas caretas que si alguna vez nos diese por quitárnoslas, no acertaríamos a distinguir cuál de ellas corresponde a nuestro verdadero rostro, aquel inocente que tuvimos en la infancia, si es que alguna vez fuimos inocentes.

*Escritor