Hace tiempo que profesores y maestros vienen siendo sometidos -política, legislativa y también socialmente- a un proceso vergonzante de desmoralización y descrédito, al tiempo que se socava su autoridad académica, privándolos cada vez más de las escasas herramientas de que disponen para ejercer su labor con un mínimo de solvencia, dando de paso lo mejor de sí mismos. Cierto es que una parte de ese mismo profesorado ha llegado al ejercicio de la docencia sin la imprescindible vocación, y tal vez no hace lo suficiente para ejercer tan sagrada profesión con la ética y la entrega necesarias, desacreditando con ello al colectivo; pero garbanzos negros los hay hasta en las mejores familias, por lo que no sería justo, ni lícito, juzgar el todo por la parte.

De otro lado, los alumnos con menos recursos económicos, que han dependido tradicionalmente del sistema de becas para poder mantenerse como discentes hasta coronar su formación, no han tenido más vías que el esfuerzo, la capacidad y los méritos acumulados para destacar e imponerse -o al menos equipararse- a quienes gozan de mejores oportunidades. Así fue hasta que en el marco de ese proceso de devaluación moral que afecta a todos los órdenes de la vida en España se ha ido menoscabando la labor de quienes se esfuerzan, en beneficio de quienes no dan palo al agua; situación que podría alcanzar su cenit con la reforma educativa planteada por el Ministerio de Educación a través de la Lomloe: proyecto de real decreto presentado ante el Consejo de Ministros el pasado 16 de noviembre, que regula la evaluación, promoción y titulación en Educación Primaria, Secundaria (ESO), Bachillerato y Formación Profesional suprimiendo las pruebas objetivas de evaluación -es decir, los exámenes- por procesos de evaluación continua, «ormativa e integradora». Estos últimos trasladan toda la carga de responsabilidad sobre los hombros del profesorado y se convierten en una forma encubierta de aprobado general, para que nadie tenga que preocuparse por estudiar. De entrada, desaparecen este mismo curso las pruebas de recuperación de la ESO, de forma que aquellos alumnos que cuenten con uno o dos suspensos podrán pasar al siguiente curso con base, simplemente, en el criterio del equipo docente del centro. Esta misma casuística se extiende a Bachillerato: los alumnos podrán pasar de primero a segundo curso con evaluación negativa hasta en dos asignaturas, de las que deberán re-matricularse en el curso siguiente y seguir las actividades de recuperación que marque el centro. Finalmente, los estudiantes podrán llegar a Selectividad con una asignatura suspensa siempre que, entre otros condicionantes, la nota media del curso alcance el 5.

Es bien conocido el empeño de todos los Gobiernos por meterle mano a la educación, conocedores sin duda de su potencial extraordinario para adoctrinar a la población de un país, o simplemente idiotizarla hasta el extremo de que pierda cualquier atisbo de criterio propio y sea fácilmente manejable. Hay tantos casos repartidos por el mundo (también en España), que ni siquiera merece la pena aludir a ellos. Son ejercicios de paternalismo que gregarizan a la gente, desdibujan los perfiles y borran las individualidades en beneficio del ‘emborregamiento’ general, a la vez que benefician a quienes pueden pagarse una educación privada. Hace muchos años que el sistema decidió enrasar por abajo para que los tontos parezcan menos tontos, al tiempo que se penaliza el esfuerzo, ya no solo porque ni se apoye ni se potencie, sino porque muchos alumnos brillantes renuncian a sus capacidades tras comprobar que obtienen los mismos resultados se esfuercen o no. Y que conste que en este proceso no se salva nadie, incluidos los propios docentes y, por supuesto, los padres: son los progenitores quienes con mucha frecuencia presionan a maestros y profesores para que sus niños o niñas sean ‘como los demás’, sin entender que la vida en sí misma es una carrera de obstáculos y los salva mejor quien además de tener aptitudes está entrenado para ello. Favorecemos así entre todos un estado de cosas terrible: menoscaba el prestigio internacional de la educación española, determinante a la hora de lanzar nuestros estudiantes al mundo, que pasan a ser así menos competitivos; privilegia a los ricos, que pueden elegir las escuelas más prestigiosas y exclusivas, y perjudica seriamente a los buenos, quienes a la larga consiguen los mismos títulos de tercera (Grado, Máster e incluso Doctorado) que aquéllos otros a quienes se les han regalado por el simple hecho de asistir a clase -y a veces, ni eso-. Desmoralizador, sin duda, injusto, y también alienante. La igualdad de oportunidades consiste en que todos tengan las mismas opciones de partida, pero ha de premiar y potenciar siempre a los mejores y que más se esfuerzan, no cortarles las alas. De lo contrario estaremos cayendo en la arbitrariedad, la injusticia y la discriminación positiva, aniquilando de paso nuestro más importante activo de futuro: el talento.

*Catedrático de Arqueología de la UCO