Acción y reacción. La curiosidad y el orden como círculo eterno de la condición humana. Bajar de los árboles aun a riesgo de ser devorado por un felino de dientes de sable, para luego celebrar en torno al fuego las hazañas de una buena caza. Los convencionalismos son el elemento regulador de nuestras sosegadas rutinas, mientras los prejuicios corresponden al tipo que cierra la puerta cuando se produce un cambio de paradigma. Por ello, el cliché es el patrón tipo para adormecer conciencias, tanto así como que el esnobismo se convierte en una propuesta sutilmente progre de despreciar la masa crítica.

La alianza para que todo igual -la manida invocación al Gatopardo- se muestra en concesiones al orden establecido, señales que el paso del tiempo puede convertir en puntos de inflexión o en unos simples actos de hipocresía, a mayor gloria para preservar privilegios. En ese lavatorio de imagen que retrata, o incluso simultanea distintas épocas, encontramos el universal y berlanguiano propósito de sentar a un pobre en la mesa -en Navidad, por más señas-. Resaltar a un gitano patrullando como policía nacional para blanquear cierto racismo. O en los incipientes programas del corazón incidir que Paco España era un honrado padre de familia para excusar en asuntos laborales su travestismo. Y hasta Trump contaba en su equipo con afroamericanos para demostrar que es un anatema su supremacismo.

Hasta hace bien poco corría por ahí el apócrifo chiste de que eres más tonto que un obrero de derechas. Tiempo ha que se descatalogó esa desafortunada apropiación del voto, precisamente porque la democracia es una eficaz plasmación de la acción/reacción humana y sus paradojas una certera calibración de sus desconciertos. En Francia, el lepenismo se puso orondo cuando tantas barriadas obreras se congraciaron con la extrema derecha acatando la idea fuerza de que sus votos peligraban por el extranjero. Para evadir remordimientos, simplemente había que cantar con sordina algunos párrafos de la Internacional. Aquí, ha sido Vox quien se ha convertido en franquicia de este caballo de Troya, con la ayudita extra de la desalmada arrogancia del independentismo.

Cádiz resurge nuevamente en ese bucle de orden y curiosidad. Las tres islas que asentaron la prosperidad de una colonia fenicia. La ciudad símbolo que se embebió de la luz de los enciclopedistas para guardar la identidad nacional frente al asedio napoleónico, y gracias al apoyo de los ingleses... Mismamente un carajal. Y el Puente Carranza se convirtió en el apeadero de las vindicaciones de la bahía, la alternativa al istmo donde pararle los pies a la patronal. Ahora Cádiz se presenta como una molesta incongruencia, bendiciendo la izquierda ese respaldo popular para detener el deterioro industrial de la comarca; pero al mismo tiempo llamando a la quietud para evitar la exportación de esa fórmula, con el devaluado argumento de que los frutos de la movilización caerían en campo ajeno. Visto así, la verdadera validez de las urnas sería su negativo fotográfico, pues fue el felipismo el que materializó las reconversiones y Aznar el que inauguró esa ilusoria época de universalización de los cruceros. Advertir que las manifestaciones en campo propio las carga el diablo no dista mucho de invocar un sucedáneo de «A mí, la legión», por no mentar esa suerte de presión gremial del uno de los nuestros. Sería ingenuo negar que la oposición se engrasa en el desgaste gubernamental, pero el voto tiene que ser para quien se lo trabaja, con sus logros y también sus expiaciones. Asociamos excesivamente el poder con el orden, pero hay que recordar que no fue el miedo, sino la curiosidad, la que nos hizo bajar de los árboles.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor