Establecemos con las casas una relación parecida a la maternal. Hay estudios sobre ello, de hecho. Ellas nos cuidan, nos engendran y nos preparan para salir al mundo. Por eso resultan tan duras las mudanzas, porque no se trata solo de trasladar pertenencias de una casa útero, que diría Bárbara Butragueño, a otra en blanco donde tenemos que empezar de nuevo a definirnos.

Durante años, hice mudanzas anuales de una habitación y un piso de alquiler a otro. He perdido la cuenta de cuántas fueron en total. A lo mejor papá lo sabe (estuvo en todas ellas). La casa solo empezaba a ser hogar cuando colocaba el tapiz sobre mi cama, mi póster de Mi vida sin mí y mis libros. Entonces, comenzaba una nueva aventura para redefinirme en esas paredes.

También hay casas que mutan con el tiempo, a la par que nosotras o sus habitantes se redefinen o cambian. No es ni bueno ni malo, simplemente sucede –a veces sin que nos demos cuenta– o se ven obligadas a transformarse en otras porque una o varias de sus habitantes la abandona. Quien permanece en ella tiene que volver a comenzar en las mismas paredes a construir otro hogar.

Es como volver a casa de mamá después de tener nuestra propia casa (de alquiler): ellos han cambiado sus costumbres, muchas cosas de sitio y nuestra habitación sigue siendo la que dejamos pero ya no es «la nuestra». Es la habitación que dejamos y volver a ella es un triple salto emocional en el tiempo plagado de nostalgia. Nos sentimos raras en el sofá de toda la vida, aunque siguen guardando nuestro sitio y eso nos vuelve a situar en el mundo.

Pero no hay ninguna casa como la primera, aquella a la que nos llevaron esos brazos de madre recién parida, donde dimos nuestros primeros pasos y comenzamos a hablar. Esa siempre será nuestra casa, aunque el tiempo nos la arrebate y sus habitantes sean otras personas. Permanecerá intacta en nuestra memoria. Con ella jamás cortaremos el cordón umbilical, porque no se puede, a pesar de las herencias y todos los pesares. Ay, cuando nos tenemos que desprender y despedir de esa casa para no volver a pisarla jamás. Una pérdida que llega para arrebatarnos nuestra infancia y parte de nosotras y a la que no nos acostumbraremos nunca; un luto que no se sabe cómo llevar. Se nos encogerá el corazón entonces. Puede que contengamos las ganas de llorar. Por suerte permanecerá intacta en las fotos y todos nuestros recuerdos, pero mejor no pasar muchas veces por esa calle.

*Escritora y periodista