No hay nada tan hermoso como hacer que cualquiera salga de sus límites. La exigencia es belleza. No hablo de las psicopatías de algunos entrenadores soviéticos antes de la Perestroika, ni de esos progenitores con pretensión de padres de estrellas deportivas que se pasan los partidos de sus hijos avergonzándolos, desde la banda, con improperios a los árbitros y a los jugadores contrarios, que también son los hijos de otros padres. Hablo de esa maravilla que supone crecer en la exigencia sana hacia uno mismo.

Claro que hay momentos de tensa oscuridad: especialmente, cuando eres tú mismo el juez de tu derrota. Algo de eso me ha enseñado no solo el deporte, sino estos veinte años de escritura de artículos y libros: que la honestidad al escribir es la confrontación contigo en el espejo. Tanto en la poesía como en las novelas, y también en las columnas de prensa, hay una integridad que va contigo y que se debe solo a tu visión. No estoy hablando de que seas mejor o peor que nadie, sino de cómo vas forzando esa frontera al tratar de explorar tus límites difusos. Todos tenemos un fuego de partida y llegada, la huella de los dioses al fijar nuestros pasos. Pero la exploración que ofrece el arte y la escritura nos abisma en la necesidad de reinventarnos, de estarnos cuestionando sin una concesión. Por eso cuando en el debate público se nombra la exigencia me pregunto cómo sería posible vivir sin exigencia. Y recuerdo la frase genial del no menos genial Scott Fitzgerald, al final, cuando solo cobraba 40 dólares al mes por ser guionista del montón en Hollywood: él, que lo había ganado todo. «Después de tantos años, sólo creo en el trabajo hecho honradamente y en los castigos por no realizarlo». Han pasado veinte años desde que publiqué ‘Una interpretación’, mi primer libro de poesía, que este martes celebraré en Córdoba con el CAL. Sigo creyendo en el trabajo y en la vocación. Sigo pensando que tener la poesía de nuestro lado también puede salvarnos.

*Escritor