Desasosiega escuchar el último discurso de Azaña que no hace mucho Radio Nacional recuperó y que se creía extraviado. Aquel en el que finalizaba con tres palabras clave: Paz, Piedad y Perdón. Fue en el Ayuntamiento de la capital catalana el 18 de julio de 1938 con motivo del aniversario del golpe de Estado fracasado en primer término. Y resulta conmovedor sabiendo cómo terminó aquel fatídico periodo de la historia de España. Y sin ser Azaña un ingenuo, el discurso rebosa ingenuidad porque Azaña aún creía en la fuerza de la palabra. Uno se lo imagina de pie, delante de un micrófono con el brazo derecho alzado a media altura, frente alta, sin ningún papel delante y con el gesto angustiado. Aquel discurso no sirvió de nada como se puede suponer, pero quizás ahí esté también su valor. Superada la República, Azaña, a pesar del optimismo de Negrín, ya en aquellos momentos y como se pude comprobar en sus memorias, no tenía ninguna esperanza de que se pudiera colegir esa Paz, Piedad y Perdón que él reclamaba.

Y aunque las comparaciones son odiosas, el contraste entre el nivel discursivo de nuestros políticos y el otrora de Azaña enrojece. Con una brillantez no impostada, una capacidad léxica y constructiva del discurso fuera de lo común, y una profundidad exacta, con las pausas y requisitos necesarios para ser admirados, Azaña no solo enfervorecía y producía admiración en las masas, sino que en el propio Parlamento o en el Ateneo de Madrid, del que fue secretario y presidente, su discurso tenía una influencia decisiva.

En este discurso Azaña dice que nos habla de una manera intemporal y es cierto que este discurso ha pasado el tribunal del tiempo y conmueve cuando afirma que «a pesar de todo lo que se hace para destruirla, España subsiste». También «habla para todos, incluso para los que no quieren oír lo que se le dice». Y se autodefine como patriota, una palabra ahora tan denostada (nadie se atreve desde la izquierda a llamarse así).

Al contrario que Negrín, piensa que una guerra europea no ayudaría a la causa española, y el tiempo le dio la razón, por lo que rechaza el desatino de realizar «actos de desesperación». Pero justo tras ese discurso Negrín lo hizo iniciando la batalla del Ebro, último estertor militar importante de la República.

Por desgracia la República de Azaña no coincidió en la época con la de los socialistas, más radicales, pero por ironías de la historia, es precisamente un socialista, Felipe González, y su gobierno, los que trajeron ese tipo de sociedad a España. La de la modernización, el laicismo –a medias-, la escuela pública y la justicia social, con todas las limitaciones que se quiera, incluso con el baldón de la corrupción. Algo que con los matices necesarios ocurrió tras la ahora denostada injustamente transición pero de la que incluso los que no la quieren se han beneficiado de ella con sanidad gratuita, escuela pública y políticas redistributivas.

Su lucidez no puede ser más evidente cuando proclama que la guerra civil lo es «contra toda la nación española entera, incluso contra los propios fascistas, en cuanto españoles, porque será la nación entera, y ya está siendo, quien la sufra en su cuerpo y en su alma». Porque «todos los españoles tenemos el mismo destino, un destino común, en la próspera y en la adversa fortuna, cualesquiera que sean la profesión religiosa, el credo político, el trabajo y el acento, y que nadie puede echarse a un lado y retirar la puesta». Para Azaña la base de la nacionalidad y el sentimiento patriótico no es otro que la evidencia de que «todos somos hijos del mismo sol y tributarios del mismo arroyo» y no se basa en un dogma de tipo religioso, político o económico.

Por eso Azaña profesa un patriotismo de ciudadanía, de cooperación y de consecución de fines que aumente la democracia, no que la disminuya. «Nosotros vemos en la patria una libertad, fundiendo en ella no sólo los elementos materiales de territorio, energía física o de riqueza, sino todo el patrimonio moral acumulado por los españoles en veinte siglos y que constituye el título grandioso de nuestra civilización en el mundo». Esta última frase sería inimaginable que fuera ahora pronunciada por un político no extremista, sin embargo esa era su reflexión atinada y profunda.

Pero el mensaje más directo contra los que promueven el odio al contrario, sea ultra o nacionalista lo refleja en el último párrafo, no exento de ternura y pesimismo y que anticipa el espíritu de nuestra Transición política: «si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y escuches su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón».

* Médico y poeta