En una chusca apelación a Pirandello, existen siglas políticas que buscan ansiosamente a un autor. Dentro de la elogiosa coctelera de los regalos envenenados, quieren agitar la inspiración de Sergio del Molino aquellas circunscripciones que pueden ocasionar una convulsión tectónica electoral. La España vaciada toma sus fuentes en el autor de ‘La piel’, una metonimia que quizá no había alcanzado tanta raigambre desde que, en la España de los cuarenta, la Rebeca de Hitchcock les puso nombre a los saquitos con botones.

Como autor perspicaz, Del Molino se tuvo que dar cuenta que el sueño de la despoblación produce agravios. Para paliar ese agigantamiento de la ausencia, este año ha publicado ‘Contra la España vacía’, que no es una enmienda a la totalidad contra sí mismo, pero que intenta poner los puntos sobre las íes frente a una hiperventilación del terruño. Ahora corre el riesgo de convertirse en una suerte de Steve Bannon para ese magma de coalición electoral que pretende representar aquellas vastas extensiones territoriales con una escuálida densidad demográfica. Un primer tanteo prospectivo indica que este nuevo actor político podría birlarle hasta quince diputados a los partidos grandes, lo cual no es moco de pavo. Podría incluso encaramarse a ser la cuarta fuerza en el Congreso, fruto de ese mecanismo compensador de las provincias, que precisamente encarece la obtención de un escaño en los territorios más poblados.

Esta especie de deriva continental puede obedecer a esta callosidad de nuestra estructura democrática que suponen los nacionalismos. A la postre, lo que han logrado estas fuerzas centrífugas ha sido institucionalizar el «qué hay de lo mío», y observando sus pingües resultados, mucho hijo de vecino no ha querido quedarse a la zaga. El alumno aventajado de este movimiento fue ‘Teruel existe’, con el claro pragmatismo de que no hay mayor ideología que barrer para adentro. A la vertebración del Estado quizá no le convenga esta sobre abundancia de singularidad, porque la diversidad corre el riesgo de convertirse en marasmo. Pero finalmente serían las fuerzas nacionalistas la que delatarían su incomodidad, encontrando nuevos competidores en esa táctica ventajista frente al Estado.

El matiz no es tonto. No es lo mismo vacío que vaciado, la intencionalidad opresora de unas poblaciones que achican sus censos en un programa de agua caliente, frente a la exuberancia de los Madriles y el corredor Mediterráneo. Que puede revenirse el eslogan hollywoodense de que no es país para viejos; médicos, curas y panaderos que hacen malabarismos con pedanías de octogenarios. Vacío tampoco es igual a vacuo, aunque sus portazgos carcomidos concentren capiteles románicos prohibitivos para el ‘horror vacui’, y que hacen relamerse a los expoliadores de la soledad.

Hacen bien los que enarbolan este pendón insurreccional en no sentirse ciudadanos de segunda en cuanto a la demanda de servicios básicos. Ni siquiera tienen que tomar prestado el apulgarado mantra de «España nos roba», pues les basta remontarse, con cierta demagogia, a antiguas filmaciones de un monarca por las Hurdes. Para aminorar estas legítimas turbulencias, un Estado -en este caso el nuestro- tiene que alterar el orden de las cosas y no parecer que es fuerte, sino verdaderamente serlo, empezando por no hacer desde dentro zancadillas a las instituciones. Mientras tanto, la coherencia de la tierra media de ciudades como la nuestra, a caballo entre nacionalistas y vaciados, corre el riesgo de caer en el chichinabismo. Para que el sinfín de vindicaciones no se convierta en un retablillo de San Cristóbal, hay que tensionar la responsabilidad, poniendo en su justo orden la vehemencia del vacío y la opulencia de las conurbaciones.

*Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor