El miedo, tal vez desmesurado, a una nueva reforma de las pensiones está provocando una oleada de prejubilaciones de funcionarios. El ministro de la Seguridad Social, José Luis Escrivá, ha propuesto subir las cotizaciones sociales un 0,6%, a repartir entre el empresario y el trabajador, con el supuesto objetivo de rellenar la llamada hucha de las pensiones, ante el incremento de gasto en pensiones que supondrá la inminente oleada de jubilaciones de los baby boomers, aquellos que tuvimos la suerte o la desgracia de nacer en gran número entre el final de los cincuenta y el final de los sesenta. En aquellos tiempos, los recursos aún eran escasos en muchísimas familias; y eso se nota, por ejemplo, en que nuestros hermanos más pequeños suelen ser más altos y fuertes que nosotros. También se nota en que tenemos la imaginación más que despierta y el ingenio muy aguzado, porque nos vimos obligados a usar mucho de ambas cosas para intentar salir adelante en la vida.

A partir del próximo mes de enero, además, la edad de jubilación para poder recibir el 100% de la pensión sube a los 66 años y 2 meses, dentro de ese proceso de retraso paulatino de la edad de jubilación iniciado en 2011 y que se completará en 2027, cuando será 67 la edad mínima con la que podrán jubilarse quienes no acrediten al menos 37 años y seis meses de cotización. O sea que para cuando a mí y otros cientos de miles de baby boomers nos toque pasar a mejor vida, las condiciones serán definitivamente más duras. Y ya podremos decir con toda la razón que nada entre el principio y el final de nuestras vidas ha sido fácil.

Aunque últimamente no hago más que repetir mi deseo de jubilarme, lo cierto es que lo digo con la boca chica. No me lo acabo de imaginar, a pesar de que cada dos por tres me encuentro con algún amigo o conocido que acaba de hacerlo. Por cierto, esa experiencia cercana me ha permitido observar cómo en la inmensa mayoría de los casos, los jubilados experimentan un rejuvenecimiento muy evidente tanto físicamente como en la alegría de vivir y casi de empezar una nueva vida. Esta reacción es consistente con el significado literal de la palabra jubilación, que tiene su origen etimológico en el latín iubilare, que significa «expresar alegría». Ese júbilo romano y nuestro es coherente con la sensación que se experimenta al liberarse de la tortura del trabajo, palabra que proviene del latín tripalium, un curioso instrumento de castigo usado por los romanos.

Pero las etimologías, como ya bien se percató de ello Isidoro de Sevilla, no siempre aciertan a explicar todo el significado y uso de las palabras. También hay gente que no vive con júbilo su jubilación. Quizás porque no sentían su trabajo como una tortura. Y por eso hay quienes siguen yendo a la oficina a la hora del café para visitar a los colegas y entretenerse con las venturas y desventuras de ese día a día que ya no es el suyo. Y hay todavía más, los hay, como en mi entorno inmediato, que solicitan seguir como eméritos hasta los 70. Incluso los que después de eso se niegan a abandonar ese laboratorio, ese aula, ese despacho, que fue y sigue siendo su vida.

No me atrevo a aventurar cuáles serán mis sensaciones cuando me llegue esa hora, si es que sobrevivo a estos años. No hace tanto, cuando estaba empezando, me sorprendía oír a algún catedrático decir cuánto deseaba jubilarse. Ahora lo entiendo y ya no me sorprende. Los años no solo pasan. Te van hiriendo y te van robando el ánimo y la ilusión. Sobre todo, si no cambias, si no huyes de la monotonía hacia un terreno fuera de tu zona de confort para empezar otra historia.

Haciendo honor a nuestra identidad de baby boomers, los de mi quinta tenemos tendencia a reinventarnos para regatear al destino. Esperemos poder seguir haciéndolo una vez alcanzada esa cada vez más esquiva edad de jubilación.

*Profesor de la UCO