Todas las administraciones andan ocupadas y preocupadas estas fechas cerrando presupuestos y cuentas para el año próximo. Priorizando gastos, sumando ingresos y recontando los apoyos parlamentarios necesarios para que esa ley de presupuestos salga adelante. Es fundamental para la acción política dotar los recursos necesarios que la hagan posible. Hasta el punto que, si no se obtiene mayoría para aprobar tales cuentas, aunque legalmente se prorroguen los últimos presupuestos aprobados, moralmente pone al borde del precipicio político al gobierno de turno, que, en ocasiones, se ha visto obligado a dimitir.

Subrayada la importancia y la oportunidad del tema, parece una misión muy complicada su culminación por muchos aspectos. De un lado, por la fragmentación parlamentaria, que pone en manos de partidos minoritarios una capacidad determinante que puede hipotecar políticas para todo el Estado, sometiendo a éste a las contrapartidas de aquellos. Y tenemos numerosos ejemplos con los nacionalismos catalán y vasco. De otro lado, porque suponen siempre un agravio comparativo entre comunidades autónomas en el reparto de recursos, donde unos salen más beneficiados que otros según cual sea el criterio de atribución de fondos utilizado, pues no es lo mismo que los fondos se asignen proporcionalmente por número de habitantes de cada territorio, o bien se asignen en función de la renta per cápita de dichos habitantes para tratar de equilibrar e invertir en los más desfavorecidos, o bien que las aportaciones se realicen atendiendo al nivel de las contribuciones de cada territorio en la caja común del Estado, de forma que quien más aporte sea también quien más reciba. Ahí en esa disputa andan los líderes territoriales montando mesas de debate que sirvan de factor de contrapeso en las reivindicaciones frente a otras minorías.

Con todo ello, lo que nos parece insuperable de las cuentas públicas es cuadrar el enorme déficit público de las mismas, creciendo exponencialmente tras la pandemia, y que se aleja de criterios de convergencia con las políticas comunitarias europeas, que tan expectantes y alerta están en su observancia para dispensarnos las ayudas millonarias comprometidas. Y es que, en el fondo, poniendo siempre a las personas y sus necesidades por delante de los números, lo que está en juego en unos presupuesto es la viabilidad o no del sistema y sus prestaciones y, en definitiva, del llamado estado del bienestar que se alumbró en la posguerra mundial y hoy está en fase de desmantelamiento paulatino. No parece sostenible que 16,5 millones de empleos del sector privado en España, donde está la economía productiva, lleve sobre sus espaldas al resto de la población. Es decir, sostengan con sus impuestos y contribuciones sociales el pago de nóminas de 3,5 millones de empleados públicos, las prestaciones por desempleo de 1,9 millones de personas, más las pensiones de más de 10 millones de personas y el ingreso mínimo vital tan necesario para otros varios cientos de miles según los últimos datos de la EPA. Lo que hace que el Estado esté en bancarrota total. Tratando de mantener todas esas prestaciones y nóminas absolutamente necesarias, sólo se pueden seguir dos vías: o incrementar aún más la presión fiscal sobre el empleo privado, estando España entre los 5 países de la OCDE con mayor esfuerzo fiscal, lo que lleva a un escenario sombrío y de dificultad competitiva y de crecimiento. O bien, tratar de que la economía y el sector privado crezca mucho más, al menos con 2 millones de nuevos cotizantes, descendiendo los gastos por desempleo y por mínimo vital, y aumentando significativamente la recaudación que sería así más repartida entre más trabajadores. Esta es la encrucijada de las cuentas públicas. Y por eso, el prestigioso diario británico Financial Times acaba de alertar que nuestro país se está quedando atrás mientras las grandes economías de Europa se recuperan de la crisis que nos envuelve. No es fácil la tarea, pero posible si existiera un consenso básico del que estamos tan huérfanos los españoles.

*Abogado y mediador