La de arqueólogo es una de las profesiones más cainitas y menos corporativistas que existen, lo que explica probablemente su falta de reconocimiento a nivel legal y muchos de los problemas que arrastra desde hace ya décadas. La disparidad de criterio es siempre deseable, saludable y enriquecedora. Todo el mundo tiene derecho a adoptar sus posicionamientos y expresar sus opiniones en plena libertad, por lo que pocas críticas caben sobre el hecho en sí mismo. Sin embargo, las discrepancias y contradicciones de todo tipo en el seno de las propias filas, los mensajes contrapuestos hasta en lo más básico, los ataques furibundos de unos contra otros, más allá de dar la impresión de una saludable riqueza de puntos de vista acaba provocando confusión entre la ciudadanía, que al final no sabe a qué carta quedarse. Eso, por no hablar de las instituciones, que se apropian de las opiniones más favorables o condescendientes para justificar sus desmanes y seguir con sus políticas de una arqueología al servicio exclusivo de la liberación de suelo en lugar de primar la gestión y la tutela, la investigación, la conservación, la puesta en valor y la rentabilización social de lo excavado garantizando su publicación, promoviendo su musealización y, por supuesto, procurando integrarlo en los respectivos discursos patrimoniales de ciudades y pueblos, de forma que cada euro invertido sirva para generar conocimiento, enriquecer sus legados históricos, crear estructura y promover empleo. Puede o no suscribirse esta visión, pero conviene recordar que las tendencias internacionales de futuro van en esta línea, potenciada acertadamente desde las más altas instancias del Estado, y que éste las viene incorporando de pleno derecho en las últimas convocatorias de I+D+i. Es lo que se ha dado en llamar arqueología integral, en el fondo la forma más natural, lógica, inteligente y práctica de poner en valor esta ciencia, histórica y social a partes iguales.

Sería insensato clamar por que todo lo que se excava en Córdoba fuera integrado, musealizado y expuesto al público; entre otras razones porque eso obligaría a sus habitantes a abandonar la ciudad para irse a vivir a otro lado. Los últimos hallazgos han demostrado sobradamente que el gran yacimiento cordobés excede con mucho los límites urbanos actuales. ¿Qué mejor prueba que ésa? Sin embargo, existen siempre términos medios. Los cientos de intervenciones arqueológicas desarrolladas en Córdoba los últimos treinta y cinco años han dejado guardados en almacenes toneladas de materiales que nadie estudiará jamás; se han llevado por delante buena parte de los archivos del suelo conformados durante cinco milenios, y los pocos restos conservados languidecen en sótanos y parkings tras generar importantes gastos a promotores y vecinos, y el consiguiente efecto negativo entre ellos. Mientras, los escasísimos e inconsistentes espacios arqueológicos que persisten a cielo abierto lo hacen cubiertos de jaramagos. Parece clave, por tanto, limitar de entrada las excavaciones al máximo, autorizando tan solo aquéllas que cuenten con un plan completo e integral de arqueología científica. También, establecer un sistema de financiación colectiva que compense las inversiones con beneficios fiscales y las pérdidas y destrucciones, con aportaciones a una caja común, destinada a ser reinvertida en determinados espacios arqueológicos reservados, en centros de interpretación, en señalética y recursos didácticos, en educación, en investigación sostenida, en empleo. Simple utopía, me temo, mientras el colectivo de arqueólogos no defendamos una postura común, mientras no contemos con un plan director para la ciudad en su conjunto que actúe con visión de futuro y optimice recursos, mientras la sociedad y el entorno no se mentalicen sobre su co-responsabilidad en el tema y tomen cartas en el asunto exigiendo a quien corresponda actuaciones contundentes al respecto que detengan la intolerable sangría.

El problema es que administraciones, instituciones y responsables políticos nunca van a prestar oídos a las opiniones críticas, por molestas. Preferirán siempre la docilidad y las voces cautivas, que en contrapartida suelen verse recompensadas con todo tipo de prebendas. Se trata de un ciclo muy diferente al propugnado más arriba: yo justifico lo que haces, y a cambio tú me financias y me permites trajinar a mis anchas. De nuevo, tan viejo como el mundo, por más reprobable que resulte. Alimentamos así el encefalograma plano en el que llevamos instalados desde hace muchos años, gobernado por la complacencia, las arbitrariedades y el onanismo mental, en la base del desastre arqueológico-patrimonial que vive nuestra ciudad. Perfecto, para quienes las tripas les permitan participar de él sin sentir náuseas. Algunos no pueden hacerlo porque su sentido de la deontología, de la ética y del amor a la profesión les mantienen con la náusea instalada en la boca del estómago. Todo, en suma, por defender valores y actitudes que hoy ya no se llevan, tampoco se aceptan, y mucho menos se entienden.

*Catedrático de Arqueología de la UCO