Hace unos meses se produjo un incidente internacional que deterioró las relaciones diplomáticas con Marruecos y la vulnerabilidad de nuestra frontera sur. Ocurrió cuando Ghali, líder del Frente Polisario, entró en nuestro país para ser tratado del covid-19 y el acto humanitario se convirtió en un doble enfrentamiento: entre la oposición y el Gobierno y entre los dos países fronterizos. Se le llamó el «caso Ghali» o el «caso Laya», la ministra de Asuntos Exteriores que era supuesta responsable de la autorización. Las circunstancias de esta entrada tenían un componente oscuro, toda vez que se ocultó a la opinión pública por razones políticas. Es sabido que el Frente Polisario se opone a la ocupación del Sahara Occidental por Marruecos y España tiene una responsabilidad como última potencia colonial, ya que el caso espera el cumplimiento de la resolución de la ONU para la celebración de un referéndum de autodeterminación. Marruecos, que ha inundado el territorio de ciudadanos de origen marroquí, se opone a consulta alguna (a menos, tal vez, que sea con su censo actual) y le apoya EEUU desde la Marcha Verde en 1975. El territorio con sus caladeros de pesca, sus proyecciones petrolíferos y sus enormes yacimientos de fosfatos les pertenece. Su justificación: el territorio del Gran Marruecos que en el siglo XII los almorávides llevaron hasta el sur de Toledo. Su trilogía es Dios, Rey y Sáhara. Y al enemigo, ni agua. Así, pues, la respuesta de Marruecos no se hizo esperar y, presumiblemente, instigó y organizó el asalto ilegal de miles de marroquíes por la frontera de Ceuta.

Ha pasado la crisis. Ghali se recuperó y anda por los campamentos de refugiados saharauis en los desiertos argelinos. Los ilegales volvieron o fueron devueltos. La ministra dejó de serlo y anda imputada en los tribunales por violar leyes del espacio Schengen. La oposición hizo su trabajo de control al Gobierno. Las relaciones diplomáticas entre los dos países vuelven a normalizarse. No hay nada mejor que la paz entre vecinos.

Esta sucinta crónica, pues, lejos de colonialismos o legitimidades de soberanía, solo pretende poner en contexto el «caso de la política contra el humanitarismo». Pues, conocidas las condiciones en las que viven los refugiados saharauis desposeídos de su tierra y a merced de la ayuda humanitaria internacional, ¿cómo juzgar entonces a los voluntarios españoles que, por solidaridad, se acercan a los campos de refugiados saharauis a echar una mano, a las familias españolas que, por humanidad, invitan a niños saharauis en los veranos o los acogen, por sentido histórico y patriotismo, durante el curso escolar para que no olviden la lengua y cultura del país que los abandonó?

** Comentarista político