No sé si la maldad es innata o fruto de la educación o una infancia desgraciadas, aunque muchas personas con infancias espantosas desconocen la oscuridad que habita la mente de otros que, a pesar de ser más afortunados, se inclinan hacia un mal que no encuentra explicación ni consuelo. Tampoco sé si la crueldad se cura, o si es algo controlable con tratamiento, medicación, o una terapia que te haga ponerte en el lugar del otro, de la víctima convertida en cosa o avatar de videojuego. 

Sí sé que hemos banalizado la violencia, y convertido la pornografía en el manual de instrucciones de las relaciones sexuales, que poco o nada tienen que ver con la primera. Que estamos rodeados de adolescentes criados ante pantallas en las que las vísceras saltan a la primera de cambio y el sexo se parece más al contorsionismo y a una pelea cuerpo a cuerpo que a la búsqueda del placer mutuo. 

Pero no todos los adolescentes se convierten en asesinos, ni todos los que han sufrido malos tratos o abusos de pequeños acaban haciendo lo mismo, ni los desheredados de la tierra se vuelven seres violentos una mañana cualquiera, así porque sí. Nos gustaría encontrar una explicación para el mal pero no la hallamos. Nos gustaría saber por qué unos chicos de quince años apalean o queman a un mendigo o pegan una paliza a un compañero, pero la respuesta duele. Por eso respiramos aliviados cuando los informativos adjudican una etiqueta al asesino (era un inmigrante, venía de una familia desestructurada...), aunque sigamos sin saber por qué. 

Y dejamos de preocuparnos de que nuestro sistema judicial no vigile a las personas con perfil de reincidente, o de que nuestro sistema de prisiones no garantice la reinserción, o de que la violencia sea el pan cotidiano que retroalimenta las cárceles. Luego, estallará la desolación y vendrá el dolor, y habrá como siempre quien busca sacar beneficios políticos tratando de legislar a petición de los familiares de las víctimas, cuyo dolor late más allá de cualquier comprensión, y se nos llenará la boca de castigos. Pero no sabremos encontrar la causa de la maldad, ni si se puede prevenir o curar o al menos prever, ni si es nuestra sociedad la que crea a los monstruos o vienen creados ya desde su nacimiento, por pura genética agravada por el alcohol y otras drogas. Y mientras perdemos el tiempo sin buscar qué se puede hacer, habrá más muertes, más noticias desgarradoras, más niños inocentes que pagarán por la desidia de una administración demasiado lenta para responder y un sistema judicial que raras veces baja a la vida real, donde los niños juegan en los parques, y los padres vivimos tranquilos, creyéndonos a salvo de una oscuridad a la que no queremos ni sabemos poner nombre. 

*Escritora y profesora