Opinión | FORO ROMANO
Cuando no había que reservar barra
Las tabernas de la Judería laten con la belleza de la soledad pensante, los versos de poetas y toreros con y sin pasodoble

casa de Sefarad en la calle Judíos, en el barrio de la Judería de Córdoba. / A.J. GONZÁLEZ
Hemos entrado en un tiempo como de niñez desvalida y la oscuridad se impone casi en las primeras horas de la tarde. Pero a pesar del protagonismo de las estrellas y la luna en estas calles de al lado de la Mezquita las luces de la taberna de Casa Pepe de la Judería te encienden por dentro y te despiertan aquella juventud en la que las tascas eran el sitio de reunión, cuando un mostrador, un vino, una cerveza y unas tapas eran un completo fin de semana. Esa puerta de madera vieja con cristales cuadrados al comienzo de la calle Romero -que guarda cuadros de época de mi paisano Francisco el pintor- deja ver un interior tan animado como la vida de antes del covid, donde los parroquianos se confundían con turistas o congresistas y uno paseaba por la animada Córdoba de mesones y restaurantes tomando una cerveza sin que tuvieras que reservar barra.
Como cuando el cardenal Roncalli, antes de ser el Papa Juan XXIII, venía por Córdoba y se ejercitaba como comensal con sotana en esta afamada casa. O también cuando unas amigas -Paula Lara, Carmen Lozano, Carmen Aumente, Ana Romero e Irina Marzo-, compañeras periodistas con sus parejas, se acordaron de que acababa de cumplir los sesenta, me citaron en un comedor -reservado, eso sí- de este restaurante, y me regalaron la vida junto a un cuadro con cuatro viñetas del entrañable Vic. Es la fama de un espacio casi con la mejor esquina de la Judería que ahora, tras los cristales de la puerta de su taberna, nos deja ver cómo era la vida en los bares antes de la pandemia.
Iba por el bulevard Hernán Ruiz, empezaba a llover y quisimos tomar algo. No pudimos evitar la lluvia ni en la barra ni en sus veladores porque no habíamos reservado. Una Córdoba que en este aspecto en nada se parece a la vida, que es la imaginación en marcha. Quizá por eso la otra noche, en este nuevo tiempo de recuperación de una Judería que el covid había matado, me introduje por la senda más sagrada de este barrio, que comienza en la plaza del Cardenal Salazar, donde luce sus 50 años la Universidad de Córdoba en su Facultad de Filosofía y Letras. Me fui a la plazuela de Maimónides, cuya mirada se coloca en el cercano adarve de la muralla de Córdoba a donde se han encaramado políticos, personas influyentes y creyentes de todas las religiones porque desde aquí la ciudad adquiere una dimensión trascendental. Y de allí el paso por la Sinagoga, la calle Judíos, quizá el espacio de la ciudad tan antiguo como la vida, y la Bodega Guzmán, la taberna que encierra el corazón de Córdoba, que late con la belleza de la soledad pensante, la algarabía controlada, los versos de los poetas amantes de la notoriedad, los toreros con y sin pasodobles, el vino de las bodegas oscuras y, sobre todo, el encuentro con la imaginación, que siempre nos ofrece una parte de la vida imposible de fantasear. Un medio de vino con una tapa de caballa con kétchup o tomate después de entrar en este corazón de Córdoba por su portón de dimensiones inesperadas es comprobar cómo la idiosincrasia de una zona, como la Judería de Córdoba por ejemplo, es capaz de convivir sin problema alguno con turistas ingleses de Brexit o con catalanes creyentes en una religión cuyo dios es solo su idioma. Es tan distinto este espacio en donde la historia de la taberna se manifiesta con su olor, sabor, silencio y griterío que quienes han vuelto a Córdoba a comprobar que la vida existe después de la pandemia del covid han caminado por la calle Judíos, al salir de bodegas Guzmán, con la certeza de que habían viajado a otro mundo. En el que estamos a pesar de que Almodóvar del Río exhiba una dolorosa sequedad de pantano y Nicaragua camine hacia una dictadura familiar de la mano de una partido sandinista cuyo actual presidente, Daniel Ortega, atrajo a un mundo en su día. Cuando no había que reservar barra.
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