Escribo esta columna mientras el profesor Antonio J. Díaz Rodríguez realiza su examen de oposiciones. La frase parasita la gloria del profesor, que ganó el Premio Nacional de Historia la semana pasada. Antes lo sacaba en las columnas escribiendo «Antonio» o «Dr. DR» o «buen doctor» o alguna de las majaderías menores que me soporta. Ahora, ya de púrpura, no quiero caer en esa cosa cordobesa de llamar por el nombre de pila a nuestros príncipes, por la que a Gala lo llaman en todas las casas Antonio, como dando por sentados lectura y parentesco. Lo primero que te quita la gloria en Córdoba es el nombre. Antonio Díaz ha tenido los laureles y una semana de triunfo y el apunte constante de sumisión al examen, ‘Hominem te esse memento’, recuerda que eres un hombre. Hay quien se pasa la vida babeando en el felpudo de la gloria, gimoteando, pidiéndole una bendi-ción o una mirada tan sólo. Y hay a quien la gloria lo busca expresamente pese a desprecios y ocultaciones, pese a desplantes; hay quien tiene a la gloria encaprichada y adicta, pendiente de todo lo que haga para decir que le parece bien, amante necesitada y sin horario.

A nadie que conozca al Dr. Díaz le puede sorprender el premio. Antonio tiene un aura de gran intelectual apabullante. No sorprende que consiga lo difícil-a lo que más o menos aspiramos los demás según los días- y no sorprende que consiga lo extraordinario. Uno va conociendo a gente que se queda en el camino, o que toma asombrosos desvíos. Es lo normal. Él es un vector del destino. Entre sus amigos, las bromas que circulan sobre Antonio no se basan en defectos, sino precisamente en que es perfecto hasta un extremo incompatible con la seriedad. Viste inmaculadamente bien, habla un número absurdo de idiomas -me vienen a la cabeza siete-, es un jardinero experto, pinta acuarelas, tiene un olfato hiperdotado que hace que le caigan mal alimentos y los vinos se le desnuden. Tiene una caligrafía medio mágica que le fluye a gran velocidad. Y guisa muy bien, muchas veces platos aprendidos de sus distintos exilios académicos. Cuando come en casa, indefectiblemente, despliega un bonito mantel de hilo y se sirve el menú en su vajilla de la Cartuja. No es capaz de otra cosa: siempre saca el plato bueno, y el conocimiento y la generosidad buenos, sea para una conferencia pequeña, para una clase, para un libro o para una sobremesa. Antonio no apaga el genio, no sabe, no tiene interruptores de su luz ni escasez de combustible. Escribe sin parar y dice que no es escritor, yo creo que por fastidiarnos a los demás, que decimos que lo somos sin escribir media cuartilla decente.

Se cargó el libro premiado en un par de meses, porque era la condición de la editorial. Y mi deseo es que hoy apruebe y con la plaza y el premio le muten las reglas del tiempo, y sean ya las propias de los inmortales, y se le abra la vida de los grandes: leer sin prisa, escribir sin prisa.

Privilegios de todo punto inútiles, de todos modos, porque morirá sin ser capaz de utilizarlos.

 ** Abogado