Almanzor no era un omeya, pero sentó las bases del final de la dinastía, y he querido cerrar con él esta serie englobándolo bajo el mismo epígrafe, a sabiendas de que podía ser malinterpretado. Muhammad ibn Abi Amir procedía de al-Yacirat al-Jadra (actual Algeciras), donde el linaje de los amiríes, al que pertenecía, llegó con los primeros invasores, antes incluso que los omeyas, y se trasladó de joven a Córdoba para estudiar y buscar fortuna. Alto, bien parecido, culto, inteligente, seductor, metódico, disciplinado, ambicioso y con ansias de saber, se fajó con denuedo en el empeño y se convirtió en un gran calígrafo, con habilidades que le permitieron muy pronto cumplir su sueño de entrar al servicio del alcázar califal. Solo un año después, tras nombrar al-Hakam II heredero a su hijo Hisham II y asignarle tierras y posesiones, el gran visir al-Mushafí lo postuló ante Subth, la madre de este, como administrador de las mismas, y Subth lo eligió tras caer rendida a sus pies; todo un salto cualitativo en su carrera, que con solo veintiséis años lo colocaba en el epicentro mismo del poder. A partir de ese momento empezó un ascenso imparable, ocupando cargos cada vez más importantes que le permitieron ir tejiendo su propia red de amistades e intrigas en la Corte, hacerse con el control del ejército y de la guardia mercenaria del califa, ocuparse de la educación del heredero, y granjearse una popularidad creciente entre el pueblo, que admiraba su gallardía, su carácter ejecutivo, su sentido del orden y su prodigalidad, sin percibir que seguía en el fondo un plan perfectamente orquestado. «La corrupción de los otros era la garantía de su progreso y de su impunidad: sabía comprar la gratitud, pero prefería las lealtades nacidas del miedo y de la avaricia», dice de él A. Muñoz Molina.

Cuando al-Hakam II muere, Muhammad ibn Abi Amir vio llegado su momento. Contaba con el apoyo del gran visir y del glorioso general Galib, y su primera medida fue asesinar al único hijo de Abd al-Rahman III que quedaba vivo: aquel al-Mughira que se había mantenido siempre al margen del poder, pero que podía resultar una amenaza. Destituyó a continuación a los eunucos Fiq al-Nizami y Chawdar, mano derecha del califa fallecido en la administración del Estado, y tras aclamar a Hisham II, Al-Mansur, como lo llamarían los cristianos, de solo treinta y seis años, se reservó los puestos de Consejero Mayor y Gobernador de Córdoba y se rodeó de su propia guardia personal, formada por mercenarios cristianos y beréberes de lealtad asegurada.

Los siguientes en caer fueron al-Mushafí y Galib, que no supieron prever la falta de escrúpulos y la crueldad implacable del joven al que un día habían protegido. Eliminados todos ellos solo le quedaba un impedimento para alcanzar el poder absoluto: el califa, un niño al que no se atrevió a matar, pero que, con la complicidad de su madre, consiguió anular, como si no existiera, encerrándolo bajo vigilancia en el alcázar, al margen de todo. Fue por entonces cuando decidió legitimarse desde el punto de vista militar y se puso al frente del ejército -que reorganizó, dando mayor protagonismo a las tropas mercenarias- para abanderar la guerra santa contra los infieles (yihad), capitaneando más de cincuenta campañas, todas ellas victoriosas, que sembraron el terror por el norte, desde Santiago de Compostela a Barcelona.

Proporcionó a la ciudad una etapa de orden, riqueza y prosperidad; amplió de forma considerable la Mezquita para multiplicar su capacidad de acogida ante el incremento de la población cordobesa, y mandó construir a oriente de Qurtuba una nueva ciudad palatina que llamó Madinat al-Zahira, adonde trasladó la administración del Estado y el tesoro real; una sede legendaria que sigue sin ser localizada, y que constituye uno de los desafíos más estimulantes de futuro para la arqueología local. Almanzor fue también el primero en purgar la gran biblioteca de al-Hakam II: a fin de congraciarse con los alfaquíes mandó quemar miles de ejemplares, con el argumento de que eran sospechosos de herejía. Sería el principio del fin.

Muhammad ibn Abi Amir, la ‘saña de Dios’, como lo conocieron los reinos del Norte, moriría luchando, con solo sesenta y dos años. Tras él, el caos, la destrucción, el olvido, pura descomposición. Había soñado con crear una nueva dinastía, encarnada durante siete años por sus hijos Abd al-Malik y Sanchol, pero la guerra civil (fitna), de todos contra todos, espoleada por la ferocidad de los beréberes, sumiría a Córdoba en la barbarie, el horror y la muerte. Las dos ciudades palatinas que habían sido la admiración del mundo fueron saqueadas y arrasadas hasta los cimientos, y la ignorancia y el fanatismo pasaron a alimentar el fuego del enfrentamiento y la sinrazón con los libros de las grandes bibliotecas cordobesas, dispersos y malvendidos los que se salvaron. El saber siempre ha causado miedo a quienes gobiernan. Por lo que se refiere al etéreo Hisham, se desvanece en el tiempo y la historia, como lo hizo el esplendor de Córdoba.

* Catedrático de Arqueología de la UCO