No hay nada más sugestivo que sentir la lentitud feliz de esas palabras que bullen despacio, sin prisa, en nuestra sangre como gorriones trémulos de frío que, cuando salen al aire, nos confortan. El lenguaje da pábilo y luz a la memoria vinculándonos a la voz de nuestros ancestros. Nuestra identidad se nutre de palabras que dan forma y sentido a todo lo que nos rodea y venimos nombrando desde que éramos niños (cántaro, trillo, hoz, zaguán, barreño...) y aún forman parte de nuestro subconsciente. El idioma de ayer aún sigue alimentándonos e iluminando rincones en nuestro espíritu. No obstante, la realidad que ahora vivimos nada tiene que ver con aquella prodigiosa de una cultura rural hoy derrumbada en la que florecían palabras como lirios adocenados a la orilla de un estanque sobre el que aleteaban las libélulas. Y es ahí, en el estanque de nuestro vocabulario de olor campesino donde hoy yacen putrefactas, abandonadas, rotas y ateridas, palabras que dieron sentido a la existencia y ya nadie pronuncia. Resulta doloroso. Ha sido un proceso lento y destructivo que a poca gente ha pillado por sorpresa. Sin embargo, a algunos les duele más que a otros. Es, de alguna manera, como si nos avergonzáramos de nuestros orígenes, del legado cognitivo oral y lingüístico que dejaron nuestros padres para ensanchar y urdir nuestra conciencia. En la actualidad, el idioma castellano es un pájaro herido que vuela a la deriva y, de no ser atendido urgentemente, morirá desangrado. En menos de una década, el inglés ha ocupado un espacio cultural que antaño pertenecía a nuestra lengua, más rica y variada que la anglosajona. Y lo peor de esta usurpación feroz, chabacana y vulgar, cutre en su raíz, es que ha sido alentada y propiciada por las élites que quieren desestructurar nuestra cultura, las señas de identidad firmes y lumínicas que nos ataban a la lengua de Cervantes y los grandes escritores del siglo de oro.

Estoy convencido de que no sirve de nada reivindicar palabras que agonizan y defender la lengua que en mí late abuhardillada como una golondrina con las alas dobladas dentro del invierno. Mi voz frágil, pequeña, impelida por la rabia, no puede luchar contra la idiotez suprema, aberrante y sutil, que sustancia los anuncios publicitarios de televisión articulados en un inglés lacónico, absolutamente ridículo y grotesco. Esta es una batalla de David contra el Goliat de las grandes empresas y las élites económicas, apoyadas también por políticos solemnes, que quieren mimetizarnos, diluirnos en una masa social amorfa e inculta, sin ningún asidero ético o moral, para que vivamos inmersos en la estulticia. De ahí viene el ataque en los planes educativos a las humanidades y las letras. Se han devaluado la filosofía, las lenguas románicas y la literatura. No podemos pedir, por tanto, al olmo peras. De la supresión de las humanidades al analfabetismo hay pocos centímetros. El lenguaje de hoy plano y coloquial está infectado de absurdos anglicismos que la gente utiliza como un signo prodigioso de modernidad que hipnotiza a un amplio público y a mí, sin embargo, llega a producirme náuseas. Nunca renunciaré al lenguaje íntimo que fue modelando mi personalidad y al que le debo todo lo que soy. En él se concentran los nombres y las señales que identifican la tierra y el paisaje, la cultura rural de la que procedo. Las palabras esenciales del idioma castellano que ayer tuvieron prestigio hoy yacen muertas, enterradas y perdidas en un cementerio anónimo que solo visitan los que ayer las conocimos y nos resistimos, movidos por amor, a su desaparición definitiva.

En noviembre asistimos a la rememoración de nuestros difuntos y visitamos emocionados el humilde rincón donde moran eternamente. De ellos, además de recuerdos inolvidables, nos queda la herencia singular de las palabras que pronunciaron cuando estuvieron vivos. Muchas de ellas acabaron sepultadas con su ausencia; algunas, no obstante, resisten y nos habitan. Vocablos que hoy me resisto a abandonar en el sumidero turbio y soporífero del lenguaje estandarizado que nos cerca. Ante la invasión de términos anglosajones, me reafirmo en palabras como cántaro, candil, brasero, badila, peonza, rueca, viso, alacena, albañal, costal, reclinatorio. Palabras que mueren, o han muerto hace ya años, pero dentro de mí permanecen inalterables como fieles soldados de un ejército vencido en un lejano país de vuelta a casa, a los viejos cuarteles de mi corazón, el castillo invisible donde nunca faltarán el calor candeal de la cellisca y el picón de un lenguaje ancestral que no borrará el silencio. Dulces, viejas palabras agonizantes del idioma español que ya no se utilizan pero siguen sirviéndome para comunicar las mejores imágenes que habitan la raíz de un universo rural que, aunque no existe, deberíamos salvar de la desmemoria mimando y curtiendo sus señales últimas.

* Escritor