Cuando escribo esto, el atardecer de octubre se debilita, y el aire del noveno mes del año (en el calendario romano) agita sutilmente mi alma en recuerdo de vivos y de muertos. Sus tinieblas me cubren, y la claridad de la conciencia se vela en una nueva visita al camposanto, práctica que ya antaño se practicara en otras culturas, algunas de las cuales ofrecían sacrificios en honra de sus ancestros. El origen de esta festividad de los difuntos en el orbe cristiano se remonta al 13 de mayo del 609, cuando Bonifacio IV consagra a la Virgen María y a Todos los Santos el Panteón que, en honor de Júpiter, Venus y Marte, construyera Agripa; hasta allí el pontífice trasladó los huesos de mártires cristianos, quienes antes dormían dispersos en catacumbas, y que él mismo mandó ubicar bajo el altar de la nueva basílica. Gregorio IV, en el siglo IX, en agradecimiento al emperador Luis el Piadoso, sería quien diera instrucciones aún más precisas para llevar aquellos restos hasta el lugar consagrado, al tiempo que proclamaba la festividad en todo el imperio, y daba traslado a la celebración a los primeros días de noviembre, el mes que transita hacia el invierno.

Para los primeros cristianos el día más importante de sus vidas no era el de su nacimiento, sino el de su óbito, por constituir este la antesala de la resurrección. En un principio se consideró por ello un acontecimiento alegre, incluso festivo, lo que se tradujo en la costumbre de visitar el cementerio desde el día de los Difuntos al de Todos los Santos. Durante el ochocientos, en las grandes urbes, excepto para casos excepcionales, se comenzaron a trasladar, por cuestiones sanitarias, los lugares de enterramiento desde las iglesias, atrios y claustros hasta las afueras, rodeándose las sepulturas con esos altos muros que apreciamos hoy en nuestros paisajes urbanos.

En la geografía peninsular aún perduran costumbres ancestrales vinculadas a esta festividad, como la de las calaveras y calabazas alumbradas por dentro o la degustación de los ‘panellets’ de piñones en Cataluña y de los roscos, castañas o nueces en otras poblaciones de España. En algunas de ellas se distinguen, medio borradas por el paso del tiempo, frases singulares, refranes, citas y epitafios en las que los vivos dejaron su pesar por quienes se fueron. En otras localidades, como en La Alberca (Salamanca) se sale en procesión, mientras se reza el Santo Rosario, hasta el camposanto, donde se oficia un responso y se depositan flores ante las sepulturas. En Camponaraya, en León, junto al vino del Bierzo, se saborean castañas y chorizo.

En Orense, el 11 de noviembre, tiene lugar una celebración que hunde sus raíces en la antigua cultura celta: los ‘Magostos’, destinada a recordar a los difuntos; desde el siglo V la convocan para honrar a San Martín de Tours, santo protector de las cosechas y titular de la festividad, con fama de milagrero. Grupos de familiares y amigos se dirigen, con castañas y chorizos, hasta los montes cercanos. Allí los asan, en un ritual que conserva el recuerdo hacia los difuntos; en un ambiente cargado de humo, hacen los ‘Magostos’, es decir, consumen las castañas, acompañadas de chorizo y del primer vino del año. Conocida la particularidad de este caldo, no es extraño observar el efecto de sus efluvios en algunos participantes. La fiesta dura hasta la tarde, y en ella se improvisan bailes y cantos que ayudan a caldear el ambiente, algo que ocurre también en otros lugares de Galicia.

En Cádiz, con disfraces, se organiza la Fiesta de los Tosantos y, en las Islas Canarias, la de los Finaos, en la que los lugareños consumen nueces y castañas, mientras en las reuniones familiares cuentan anécdotas de difuntos. Dichos frutos son muy apreciados en Extremadura y en el País Vasco, donde igualmente se le hace una salsa a los caracoles y, con harina, se elabora una masa a la que conocen con el nombre de ‘motokil’. En Jaén, en algunas de sus poblaciones, se tapan con gachas las cerraduras de las casas, al igual que ocurre en las cordobesas de Obejo, San Sebastián de los Ballesteros, Villaralto, Villaviciosa y en algunas aldeas de Priego, práctica con lo que se trata de impedir que los malos espíritus penetren en las viviendas a través de las cerraduras de las puertas. En Pedroche, en noviembre, con la finalidad de recaudar fondos para misas por los difuntos, solía salir la hermandad de Ánimas, lo mismo que en Iznájar, cuyos encargados eran los más jóvenes. Algunas costumbres y celebraciones son tan poliédricas que conservan reminiscencias de otras más antiguas, cuyo origen puede remontarse hasta la cristianización del imperio, cuando se traslada la celebración del culto a los Santos y Difuntos desde febrero hasta mayo; con Gregorio III, se llevaría a noviembre; y con Gregorio IV alcanzaría su esplendor en la Iglesia universal.

** Catedrático