Con todo este vaivén verbal de Arnaldo Otegi se escribe el argumento de una serie más bien universal sobre el cinismo. Estos días ha salido a lamentar el daño que se les ha hecho a las víctimas de ETA, porque ahora ha descubierto que «nunca debió ocurrir». Pues ya ha tardado el hombre, enfangado en su propia retórica con giros arcaizantes que ha gastado estos años para no responder, para no condenar. Sigue sin condenar, de hecho: porque hacerlo sería amputarse a sí mismo su pasado reciente. Arnaldo Otegi no es el hombre de paz que prometió Zapatero, pero sí ha sido y es colega de Pablo Iglesias en la extraña aleación, de corte no tan reciente, entre elementos extremos de la izquierda y la justificación más o menos velada del terrorismo etarra. Hoy conviene recordar de lo que hablamos, porque casi parece que están más vivos los muertos de las cunetas, tras la guerra civil, que los muertos de ETA. Pero no: los dos siguen estando igual de muertos, aunque a los del 36 se les ofrece un rango de extraña actualidad, mientras que se nos trata de vender, interesadamente, a los caídos por el terror etarra, como muertos lejanos de difusa memoria. Todo responde a una motivación tan sibilina como eficaz, por su planteamiento populista: en el mundo hay dos fuerzas que se enfrentan, el fascismo opresor y el poder revolucionario del pueblo. Por eso hay que mantener viva la tensión del 36 en el debate de hoy y, de alguna manera, se siguen legitimando los crímenes de ETA, que no era una banda mafiosa, sino idealistas con algunas decisiones equivocadas.

Por eso Pablo Iglesias y Arnaldo Otegi se ha apresurado a exigir que Felipe González pida perdón por los GAL: porque la equiparación en dos bandos, por mucho que las cifras no acompañen, equivale también a una exculpación de quien más golpeó, de quien más extorsionó, de quien más robó, de quien más torturó, de quien más mató. Llevamos tantos años escuchando los eufemismos no sólo de Otegi, sino de todo el mundo etarra y de su entorno, que ya estamos de lleno en un relato en el que había dos frentes, igualmente legítimos, o por igual ilegítimos, con daños a ambos lados y una equivalencia sin matices. Pero sin matices ni se escribe la historia ni la literatura, y uno de esos frentes representaba al Estado de derecho, representaba a una democracia, con hombres, mujeres y niños vilmente asesinados por una banda mafiosa con su maquillaje revolucionario. Hay quien lo cree y lo proclama, pero una mentira repetida muchas veces sigue siendo mentira. Por supuesto, como Pablo Iglesias debe conocer, cada uno es dueño de su propio cinismo.

El propio comienzo del discurso ya parte de una falsedad, que no anda muy lejana de la falsedad vecina del procés: la banda de matones decía representar a la totalidad de un pueblo, mientras seguía extorsionando y matando, acosando en general, a la mitad que no pensaba como ellos. Esta apropiación de una ciudadanía no es una novedad, pero no por antigua resulta menos falsa. Pero este tipo, Otegi, cuando en otras ocasiones ha hablado tanto del sufrimiento de un pueblo, lo ha hecho siempre aludiendo a un presunto poder centralista opresor, y era mentira. En el País Vasco nunca se ha vivido mejor que durante la democracia surgida de la Constitución del 78; exceptuando cuando ETA, hace diez años, fue derrotada por la democracia y se comenzó a vivir sin aquel frío en la nuca.

La pantomima de Otegi es un paso previo a su apoyo presupuestario y la liberación de sus compañeros. Tras grandes éxitos como «Si quiere se lo digo cinco veces o veinte, con Bildu no vamos a pactar», ya veremos qué ocurre con los presos de ETA. Esta gente sabe el terreno pantanoso que pisa y Pedro Sánchez es un hombre experto en incumplir cuanto proclama. Con los pistoleros etarras se nos pide que apliquemos el olvido y perdón que, en cambio, se reactiva permanentemente con la guerra civil. Y ahí está Zapatero celebrando las representaciones de Otegi, su hombre de paz, mientras se abraza a Maduro.

Claro que hay que valorar los gestos de contrición; pero cuando son ciertos. El precio de la convivencia nunca puede ser ni la negación ni la transformación del pasado. Saquemos todos los restos de las cunetas, por supuesto, y que cada familia sea dueña de su duelo. Pero no nos dejemos atrás los 315 asesinatos sin resolver de ETA. Que quienes lo saben digan qué pasó y dónde están los cuerpos. Si tanto sienten el daño, que empiecen a paliarlo, en lugar de seguir con este baile de muertos. Sería otro comienzo.

*Escritor