El desarrollo espectacular de la urbanización que marcó con fuerza los orígenes de la contemporaneidad no ha conocido tregua desde entonces hasta la cuotidianidad más estricta. Aún así, en el inmediato futuro, esto es, en el transcurso de dos generaciones, alcanzará cotas todavía más elevadas. En ciertos continentes, sobre todo, en el africano, la conurbación será un hecho normal, con varias megalópolis cercanas al medio centenar de millones de habitantes. Y, según los expertos, el fenómeno no habrá hecho más que comenzar. Todo estudio o análisis en torno a tan gigantesca e inesquivable realidad serán, cualquiera que sea su origen y dimensión, bienvenidos y oportunos, pues en nuestras sociedades el porvenir gravita con especial intensidad en sus pautas de comportamiento, en sus anhelos e inquietudes.

Le semeja al anciano cronista que una aproximación a la que cabe denominar psicología de ciudades acaso suscitara el interés o, al menos, la curiosidad de lectores imantados por un tema como el urbanismo, que configurará en ancha medida su existencia y la de sus descendientes.

En la España hodierna, la referencia al carácter hospitalario o agresivo de los núcleos capitalinos es asunto recurrente en la hiper-desarrollada literatura de viajes y sus muchos subgéneros, y no hay suplemento periodístico hebdomadario que no contenga varias alusiones a su, sin duda, hipertrofiada imagen. En la Península Ibérica, la tierra de las mil ciudades, en caracterización sagaz y meticulosa del historiador romano Polibio, la discusión en punto al talante de sus urbes y grandes pueblos se ha extendido en los últimos años como reguero de pólvora. Ante la controversia planteada, la historia y la literatura más que la sociología e, incluso, la geografía -con aportaciones numerosas y destacadas de varios de sus cultivadores- aportan un caudal más nutrido de testimonios. Estatuas y monumentos, pero, muy singularmente, los callejeros, se ofrecen como la prueba más irrefutable a la que es agible acudir a la hora de acercarnos a la cuestión indicada. En el primer extremo, naciones de nuestro entorno histórico, a la manera de Francia, Italia e, incluso, Portugal, se descubren más agradecidas al legado de sus antepasados, con amplio y copioso muestrario arquitectónico, escultórico y pictórico que, esparcido y cuidado con diligencia y esmero por autoridades, instituciones y ciudadanos, lo refraga con suma patencia.

La inclinación más sobria de nuestra conducta colectiva quizás contribuya a explicar la susomentada referencia. Mas, con todo, el hecho es muy llamativo y exigiría, por su importancia, investigación detallada. La reconstrucción erudita de la actitud de los «urbanitas» frente a sus mujeres y hombres dignos de evocación agradecida implicaría, desde luego, un grande y firme avance sobre ello.

A su espera, una inicial indagación regional o autonómica nos situará en el horizonte requerido. Con 17 entidades regionales se descubre de todo punto hacedero pergeñar su entraña. Empero, aun así, un observador atento y buido probablemente señalará que la España septentrional, la de mayor presencia del impulso particularista y, a las veces también, emancipador, se presenta con un bagaje de pietas históricas, de consideración y respeto hacia las figuras que dejaron huella en sus avatares históricos más peraltados que las del centro y mediodía del país. Bilbao y Barcelona, pero, igualmente, Santiago, Santander, Zaragoza, e, incluso, Valladolid reflejan en su fisonomía material y social un acusado sentimiento de gratitud a los que en otra época se llamaban «grandes hombres» (nunca, expresiva y dolorosamente, féminas, que semejaban borradas de la historia...).

En comparación con tales urbes, las sureñas explicitan un panorama más vacío y lamentable, como intentaremos analizar en un próximo artículo.

*Historiador