Era guapa, elegante y moderna, muy moderna, con ese punto de rebeldía y sofisticación fuera del tiempo que por entonces irradiaban en el cine la Garbo y la Dietrich, las otras dos grandes musas de aquellos antiguos muchachos que hicieron de la poesía y la amistad las mejores armas para saltar sobre su sombra. Pero Rocío Moragas tenía sobre ellas la ventaja de ser de carne y hueso, y no un mito de celuloide nacido de la misma sustancia de los sueños. Además, Rocío escribía versos de buenas hechuras, colaboraba en revistas literarias –aunque nunca en Cántico- y presumía de ser íntima de Vicente Aleixandre, Celaya y Andrés Segovia. Todo ello, junto a su belleza y al perfume de burguesa bohemia que exhalaba, le daba un toque de cosmopolitismo letraherido que encandiló a los componentes del grupo. Así que en cuanto la conocieron, en una lectura de Adriano del Valle en el instituto Góngora hacia 1950, no dudaron en acoger cálidamente a aquella chica rubia, rica y pródiga que volvía por primavera a su ciudad natal desde San Sebastián, donde vivía aburrida con un marido empresario al que acabó dejando en medio de un gran escándalo familiar y social para instalarse en Madrid.

Todos, desde el «serio» Ricardo Molina al «tranquilote» Juan Bernier, tanto «el tímido» Pablo García Baena como el «graciosísimo» Miguel del Moral -según los definía ella medio siglo después en una entrevista que le hice en su apartamento de Málaga-, todos la incorporaban con gusto a sus paseos tabernarios. A ellos, nada fogosos ante cualquier hembra que no les sedujera desde la pantalla –salvo Mario López, siempre enamorado de María del Valle, y Ginés Liébana cuando se enredaba con sus marquesas- les encantaba sin embargo lucir a su lado a aquella damita traviesa que ya en la década de los cuarenta fumaba con mucho estilo, usaba pantalón, montaba a caballo y conducía su propio descapotable. En aquellos años del hambre, Rocío, dada al exhibicionismo, se plantaba en Córdoba enfundada en lindos trajes de Balenciaga, se hospedaba en los mejores hoteles y se abanicaba con una chequera. Los de Cántico, deslumbrados, le reían las ocurrencias. Como la de aquella vez que, con ocasión de una visita de Dámaso Alonso, los invitó a un perol en la casa de Cerro Muriano que había alquilado. Mandó subir un burro cargado de comida y bebida, y acabaron bañándose en una charca. Ella, en bragas, porque como solía decir, no era mujer que se asustara por nada.

Pero no siempre se envolvía en frivolidades la joven singular a la que Pablo, que le dedicó un poema, recordó siempre con nostalgia. Aquel mismo año de 1950 publicó su primer poemario –en 1958 vendría una compilación de relatos sobre la Córdoba judía, ‘Pan ácimo’-, que tituló ‘La Piedra Escrita’ en homenaje a la fuente junto a la que se levantaba la casa en la que había vivido con sus padres y trece hermanos –ella era la menor-. Y los de Cántico se volcaron en darle publicidad. Especialmente Miguel del Moral, que le montó un escaparate de tronío, con retrato incluido, en la librería Luque. Por aquellas fechas visitó la casa de los Romero de Torres, y quedó tan encantada que en una dedicatoria de su libro a Enrique elogiaba «el más bonito patio cordobés». De ello queda constancia en la pequeña exposición que el Museo de Bellas Artes acaba de inaugurar como contribución al centenario del certamen de los patios y tributo a una mujer única que, tras una azarosa travesía vital, escogió Córdoba para morir a los 86 años en una residencia de ancianos. Fue en 2005 y, ciega, olvidada de sus tres hijos y amargada, la muerte fue para ella la liberación final. Mejor recordarla glamurosa y joven como estos días lo hace el museo.