Hubo un tiempo en el que había otras formas de medir el caché de los restaurantes. Existían los excelsos, de tantísimos tenedores y ocultos para el común de los mortales como los billetes de Bin Laden. Decían las leyendas que los menús eran exquisitos pero las raciones escasas, razón coherente para demostrar que es vulgar reventar antes que sobre. Una lógica concatenada te decía que pedir lo sobrante para llevártelo a casa era toda una ordinariez, lo cual acentuaba la tendencia de asociar la calidad del servicio con el plato menguante. Todo lo contrario de aquellos merenderos con la pringue en los dedos incluida en el menú; la algarabía del pollo con patatas fritas y los niños escalabrados en el columpio; el lugar donde se implementó la redondez de los envases de aluminio. Las sobras que al principio se excusaban en el perro y luego se enseñoreaban sin pudor, dándole una alegría al cuerpo al no tener que preparar la cena. Esta es una de las líneas argumentales del Ministro de Agricultura: declararle la guerra a la comida desperdiciada. Y la restauración no es el único frente. En el supermercado, se trata de desmontar la asociación entre belleza y calidad. Por esa regla de tres, Adolfo Domínguez y su arruga es bella se habría comido un colín con las pasas de Corinto. Antes de colocarlas en los expositores, mandamos las manzanas a la esteticien, impenitentes consumistas en los que el ojo tiraniza más que la boca. Luis Planas quiere contribuir a la revolución sostenible dándole sus momentos de gloria a la fealdad. Lo pocho está de moda como una forma de transgredir en la verdulería la virtualidad. La selección natural ya no tiene que pasar con rechazar a mansalva los tomates picados y acompañarse de un responso por el hambre en el mundo. El concepto de apariencia rechazable dejará de ser un estigma con la nueva Ley de Prevención de Pérdidas y Desperdicio Alimentario. Aquellos productos que se categoricen en dicho concepto tendrán un lugar en el mundo, estando obligadas las tiendas de alimentación de más de 400 metros cuadrados a ofrecerles esta segunda oportunidad. Y queda lugar en estas bienaventuranzas para las latas bolladas o para el amplísimo campo de la imperfección en la cadena de producción. Con todas estas iniciativas no se trata de colocarle francotiradores al consumismo, sino de enderezar el despilfarro, uno de los grandes factores de esta deriva hacia la perdición. El crecimiento exponencial de la basura generada es uno de los extremos de este egoísmo. El otro, la expoliación de las fuentes de recursos para acoplarnos a una dictadura de mercadotecnia más que propiamente sensorial. No se trata de superar la aversión a las baldas vacías o monotemáticas, inconscientemente asociadas a estraperlos o cupones de racionamiento. Mejor sería aplicarle el código justiniano a nuestro estómago, dándole justamente lo que necesita, evitando que el índice de grasa visceral parasite nuestra esperanza de vida. O creando niñatos que construyen en el desperdicio la cosmogonía de su narcisismo. Somos seres perecederos, aunque suene tal que un quejido de Chavela Vargas. Lo mismo es que, como en este proyecto de Ley, acaso podamos modular nuestra fecha de caducidad.

* * Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor