Mi primer acto de cada mañana consiste en salir a la terraza de mi casa. Desde allí, a campo abierto, puedo observar dos cerros muy significativos del paisaje egabrense: a la derecha el de la Camorra, con su forma redondeada y ese nombre de resonancias mafiosas, y a su izquierda el de Jarcas, a cuyo pie se encuentra la fuente del mismo nombre y tras el cual se haya esa formación tan espectacular que en Cabra es conocida como los Hoyones, unas dolinas que la primera vez que las ves, sobre todo la mayor de ellas, se asemejan a cráteres, aunque no tengan nada que ver con los volcanes, tan de actualidad estos días. Hace años, a ese lugar acostumbrábamos a ir cada mañana del 25 de diciembre un grupo de amigos, junto con mis hermanos y algunos de mis sobrinos, hasta que al vallarse el acceso y tener que pedir permiso a la propiedad dejamos de hacerlo. También recuerdo haberlo visitado en una ocasión con un grupo de compañeros, e incluso traje desde Córdoba a un grupo de alumnos que cursaban la asignatura de Geografía de España en 2º de Bachillerato; quedaron impresionados, porque tuvieron la posibilidad de ver en vivo lo que su libro de texto les explicaba qué era una dolina, y que al natural superaba las mejores fotografías que yo les podía mostrar.

Las dos montañas citadas se encuentran al Este de mi situación, detrás de ellas sale el sol, al menos durante buena parte del año, pues la posición varía en función de las estaciones y en verano aparece tras la sierra de Cabra, aún más a la izquierda. En consecuencia, suelo observar cómo amanece cada día, y después de mi experiencia a lo largo de estos últimos años, me quedo con los amaneceres del otoño, es decir, con los que contemplo estos días, que además suelen ir acompañados de unas nubes en las que se refleja el sol antes de aparecer tras el perfil montañoso, el cual poco a poco abandona los tonos oscuros y ofrece el colorido de rocas y vegetación. Los amaneceres del verano, como los de primavera, me parecen siempre más impetuosos, incluso casi agresivos, los del invierno pueden ser tristes, en particular cuando los grises de los días nublados impiden que el sol aparezca. Sin embargo, los del otoño son pausados, como si la luz se recreara en elegir el momento en que debe aparecer, y cuando hay nubes entrecortadas, como ha ocurrido estos últimos días, comprendo más que nunca las palabras de Homero cuando hablaba de la Aurora de dedos rosáceos.

Ese momento de la mañana me invita cada día a la reflexión, a veces sobre cuestiones intrascendentes, otras pienso en asuntos sobre los que estoy trabajando, pero también, como me ocurrió el domingo, me dejo llevar por los recuerdos, esos que, según Flaubert, encajan tan bien en esta estación otoñal, que él consideraba triste, pero que para mí es evocadora. Tras ver la salida del sol, me encaminé a comprar la prensa (aún necesito leerla en papel), pero antes pasé por el parque de mi pueblo (aquí lo llamamos el Paseo) y recordaba cuántos pasos he dado acompañado en los últimos años por cada una de sus calles. Mientras caminaba, pensaba en qué tema podía escoger para escribir por la tarde, y andaba dándole vueltas a la memoria histórica, a la ultraderecha y al congreso socialista. Y como se puede comprobar, nada de eso ha salido, hasta el punto de que me viene a la cabeza la canción de Silvio Rodríguez Hoy mi deber era, es decir, que debería haber tratado alguno de esos temas, siempre desde una comprensión amplia de la palabra deber, pero la visión desde la terraza y el paseo bajo los castaños han dado lugar a este resultado final, donde se ha impuesto el recuerdo de quien me acompaña en ambos lugares, aunque en la mañana dominical, como expresaba el cantautor cubano al final de su canción, yo estuviera soñando su abrazo y volando a su lado.

* Historiador