Hace unos días fuimos al cine a ver ‘Dune’. Cada vez que sale haciendo de Leo Atreides, Oscar Isaac eclipsa cualquier otra forma de existencia en pantalla. El hombre tiene el tipo de belleza wildeana que no requiere explicaciones, ni admite opiniones ni juicios. En otra época habría sido eterno. Ahora no porque en el cine, de pronto, el sexo ha desaparecido.

A Borges se le atribuyen unas palabras de decapitación a Lovecraft que dicen, más o menos, «Lovecraft habría mostrado el monstruo». En el cine siempre se muestra ya el monstruo. Se han ido sustituyendo escenas de sexo, que explicaban más de la trama y los personajes que dos horas de cinta, por estampas de culturismo. El esfuerzo de los cineastas para que todo quede muy claro le está quitando la gracia, francamente. Tiene que ser obvio qué ha pasado, cuándo, si ha sido legal y satisfactorio. Eso le viene bien al deporte, que es un acto de claridad, pero al cine no tanto. Te sale un atractivo del calibre de Isaac y lo cargas de cadenas toda su carrera.

Las manos, en cuanto se besan, pierden toda la precisión: ya no saben dónde ponerlas, es decir, ya hay sexo en la película

La diferencia principal entre pornografía y sexo es que en la pornografía todo el mundo sabe dónde colocar las manos. Y todo el sexo del cine moderno tiene las manos en su sitio. El último actor al que se le permitió radiar sexualidad fue Ralph Fiennes, que en ‘El Paciente Inglés’ no sabe dónde poner las manos, ni las deja quietas. En ‘La Dolce Vita’, cuando Ekberg se mete en la fuente y llama a Mastroianni, éste le acerca las manos a la cara sin rozarla. Se sabe porque los dedos de Mastroianni proyectan sombra sobre la piel, que no deja de verse, y a ella parece que la está acariciando la sombra, y dejar caer sobre el pelo de él dos o tres gotas de agua, y tampoco lo toca. Si se hubieran tocado, ya no habrían sabido qué hacer con las manos. De hecho, se tocan sólo para abandonar la fuente, cuando toda la aparición, todo el espejismo, se ha disipado por el toque del silbato. ¿Cuándo dejó de pasar esto?

En ‘El Caso Thomas Crown’, versión original del 68, Steve McQueen y Faye Dunaway se pasan siete minutos jugando al ajedrez y tocándose la boca distraídamente. Se rozan los dedos levemente (y a veces rozarse los dedos es en sí mismo una historia completa de amor) y eso es todo lo que pasa hasta lo que no se ve, que sería enseñar el monstruo. Las manos, en cuanto se besan, pierden toda la precisión: ya no saben dónde ponerlas, es decir, ya hay sexo en la película.

Estoy haciendo memoria por si alguna escena así ha sobrevivido, medio fósil, y no se me aparece nada. Bueno, dos, de gente que comparte sangre además. En ‘La Secretaria’ (2002), Maggie Gyllenhaal y James Spade entrelazan los dedos explicándose a posteriori una sesión de disciplina. Y en ‘Brokeback Mountain’ Jake Gyllenhaal y Heath Ledger, al reencontrarse al cabo de unos años, se besan con tanto deseo que aparece el indicio inequívoco: no dejan las manos quietas.