De aquella soledad de puente vacío y estrellas casi apagadas, con un Seminario sin luces y una Mezquita sin dioses, la fiesta del Pilar ha vuelto a traer a Córdoba la vida, esa que parpadea en las terrazas de los bares y exhibe su ser por las calles, antes vigiladas. La Judería vuelve otra vez a ser el milagro de la vida por las mil razas, creencias y pensamientos que la pueblan estos días y el Puente Romano, esa espacio que la antigüedad construyó, se ha convertido ahora en la nueva avenida de la historia, por donde pasean todos los siglos. Vengo de lejos expresamente a mirar la ciudad desde esta perspectiva donde san Acisclo y santa Victoria descansan frente a san Rafael, entre la Mezquita y la Torre de la Calahorra, donde un cantautor se exhibe con una voz muy parecida a la de Sabina, a la de Serrat y a la de aquellos poetas que construyeron la melodía de la historia de quienes de Mediterráneo o de Pongamos que hablo de Madrid hicieron la referencia de su vida.

La noche tiene calidez de alma rejuvenecida, casi resucitada, que hasta admite con normalidad que ir a un restaurante a comer sólo es posible si has reservado mesa. El covid, al parecer, ha construido nuevos grupos y les ha puesto números a aquellos que se entregaban a la vida sin saber que al lado tenían un policía de la nueva normalidad. Pero cada cual que construya su propia vida y que sepa hacerlo para no depender de una posible mala normalidad. Como hacían tanto los musulmanes como los cristianos con el agua, que la entendían como un símbolo de salvación. Lo que ahora, en el Patio de los Naranjos, está explicando con el arte de Flora Shane Connolly, un espacio por el que hace unos pocos meses paseaban las almas en pena que caminaban por la soledad. Salimos del Patio de los Naranjos y caminamos hacia otra calle de connotaciones religiosas: Osio, aquel obispo nacido en Córdoba, de una notable familia romana aunque de origen egipcio, que tiene su estatua en la plaza de las Capuchinas, erigida en 1926 con motivo del 16º centenario del Concilio de Nicea, que él presidió. En el número 10 de esta calle, ahora un edificio denominado Los Patios del Pañuelo, vivió don Juan Font del Riego, canónigo y profesor mío de Física y Química, que me suspendía más que me aprobaba. Sabio era porque fue un ingeniero de vocación tardía encargado de ejecutar los barrios de Cañero y del Campo de la Verdad, y motor de la HOAC y de Tipografía Católica. Donde vivió ahora es la belleza arquitectónica de un tiempo de turismo donde quedan muy lejos las casitas de Cañero y del Campo de la Verdad.

Estamos en la Plaza del Museo Arqueológico, por donde Mercedes Valverde ha dialogado con alegrías y penas, yo paseaba mi niñez y los domingos por la tarde oigo las campanas de sus torres donde los Páez de Castillejo ofrecen a las artistas Inés de Urquijo y Nuria Mora reeditar la belleza de su palacio, un entorno que la cerveza permite rescatar de la historia. Fuera de todo circuito turístico nos adentramos en otro más bien cultural, el que me construyen casi al amanecer en la cafetería La Abadía de la Avenida del Aeropuerto Antonio Varo, presidente del Ateneo de Córdoba, y Antonio Perea «Cahue», expresidente, al que conocí cuando España era todavía demasiado pobre. El primero, un médico entregado a su menester y al arte; el segundo, uno de esos alumbramientos por libre de la historia que construyen un mundo casi imposible en el que la buena voluntad y la sabiduría toman asiento. Como su Ateneo Casablanca, sus noches de teatro en Villaralto y esas improvisaciones de la vida en las que te presentaba en Bodegas Campos a Serrat, al que le dabas recuerdos para tu cuñado Rufino, que trabajaba en la Coca-Cola y vivía en Santa Coloma de Gramanet. Terminamos la noche por donde antes los soldados hacían la mili, por el antiguo Cuartel de Lepanto, en la Biblioteca Central, donde mi amigo Ángel López Alegre, con el que estudié Filosofía, le ha presentado el libro Luces y sombras en la imagen literaria de Córdoba a Juan Pérez Cubillo, ambos exdirectores del Instituto Góngora. Actuó al principio Lourdes Pastor; pero fue Trinidad Montero, “La Trini”, quien le puso un punto final casi imposible a un acto en el que la imaginación se hizo dueña. Ahora que las estrellas se han encendido y los dioses han vuelto a la Mezquita.