La conmemoración de un Día internacional pretende ser siempre un aldabonazo en la conciencia colectiva, una advertencia que reclama nuestra atención sobre una cuestión pendiente de resolver. Para el gran público se trata solo de un aniversario, que tiende a pasar desapercibido, mientras que quienes padecen el dolor señalado han de soportarlo todos y cada uno de los días del año. Tal efeméride es solo una mera tirita, incapaz de detener la hemorragia, apenas visible en el caso de la salud mental, tanto por tratarse de un sufrimiento interno como porque tiene la consideración de infamante estigma y, como tal, mejor debajo de la alfombra que a la vista de la curiosidad ajena.

El covid-19 y, en especial, las medidas de confinamiento, se han cebado cruelmente con todo tipo de discapacidades, pero los trastornos mentales han sido particularmente exacerbados. Las restricciones de movilidad y el hacinamiento forzado, la ansiedad derivada de una amenaza incontrolable, la confusión generalizada y la desinformación, junto a otras muchas variables, han desencadenado múltiples afecciones y conflictos, desde los estados depresivos a conductas agresivas. Pero si, ya de por sí, la sanidad pública se ha mostrado un tanto deficitaria, en el caso de la salud mental podría hablarse de carencia absoluta, siendo la asistencia privada la única opción para quienes se la puedan permitir. Sin embargo, son precisamente los estratos sociales más vulnerables los que han sufrido con mayor virulencia las secuelas nocivas de esta situación y los que menos medios disponen para superar los estragos derivados de la pandemia.

Vivimos en una época tan fácil y plena de oportunidades para los pudientes como incómoda e inaccesible para quienes carecen de salud y recursos, dilema que no hemos sido capaces de solventar en las últimas décadas.

* Escritora