Los españoles hemos estado rabiosamente apegados al refranero, pero entre toda la antología hay algunos a los que tenemos una preferencial querencia. No será por ese unamuniano sentimiento trágico de la vida, pero ahí descuella el «no hay mal que por bien no venga». Hasta lo utilizó Franco, para dejar a la ciudad y al mundo perplejos, cuando se enteró que su ungido y su correspondiente blindado habían volado por los aires para acabar empotrados en un patio interior de la calle Claudio Coello.

Este domingo hemos recurrido al mismo refrán, motivado en este caso por una casuística más venial. Perdimos contra Francia, lo cual podría ser una versión 2.0 de nuestro quijotismo. Pero en esta ocasión no ha habido un rasgado de vestiduras. Vaya por delante que si hubiésemos ponderado el caché de los futbolistas de cada entorchado nacional, mejor haber cogido la capa y el bastón antes de que el balón hubiese echado a rodar. Jugamos incluso mejor y pudimos atemperar la derrota en el sino arbitral, que es otra versión actualizada de la honra sin barcos. Pero hicimos tablas con nuestra suerte. Al fin y al cabo, Benzema es uno de los nuestros, Francia necesitaba un chute de su cacareada grandeur y nosotros recaudamos un buen bote de simpatía en el panorama futbolístico mundial, gracias a los polluelos de Luis Enrique.

Gavi y Yeremi Pino se fajaron con unos tótems de la egolatría futbolera, a una edad en la que la inmensa mayoría moqueamos los estrógenos del pavo. Luis Enrique, con su indómita arrogancia, se alía inconscientemente con los planes del Gobierno. Savia nueva en la selección para enmascarar que nos estamos convirtiendo en un país para viejos. Ese mención a los jóvenes, en palabras de la ministra de Hacienda, suena a viejuno; a una canción de los Mustang, o a un casto guateque matutino en el salón parroquial. Más ñoño puede resultar el casuismo de los bonos, sin quedar muy despejado el grano de un razonable apoyo a la industria del entretenimiento, y la paja del señuelo electoral.

Pero por mucho que mentar la juventud nos retrotraiga a arcaicos musicales televisivos, su evocación orea la autoestima. Este es, cómo no, uno de nuestros signos identitarios que ha acentuado la pandemia. Acérquense al último informe del Instituto Elcano para certificar que ese «como me ves, te verás» bien sirve para conciliarte con las postrimerías de los desiertos eremitas, pero no se aplica en las cancillerías europeas. En el conjunto de los países europeos, un 84% de los resultados del informe indican que España es una nación que inspira confianza; que somos tolerantes (84%), solidarios (79%) y, lo que es la leche, trabajadores (75%). Todos los indicadores señalan que nos flagelamos más con nosotros mismos que la visión que ofrecemos al resto de los ciudadanos europeos. Resulta especialmente significativo el caso de la corrupción. El 27% de la media europea ve a España como un país corrupto. Nosotros mismos elevamos ese porcentaje hasta el 64%.

Definitivamente, este es un país de contrastes. España es una elisión de su propio nombre, un atajo de eufemismos para piruetear con diversas formas de Estado. Hasta colocamos el día de la Fiesta Nacional en el diván, empanando conquista, descubrimiento y colonización. Y deberíamos dedicarle más plazas a Hans Christian Andersen, porque, aunque no esté en nuestro escudo de armas, tenemos mucho de patito feo. Y puesto que no somos narcisistas ni chauvinistas, necesitamos mirarnos más en el espejado caudal. Lo más grande es que, pese a tanta adiposidad judeomasónica, España no es país triste. Somos felices como Sinatra, a nuestra manera.

 * * Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor