Hijo como su padre de una cristiana, el pelirrojo Al-Hakam II accedió al trono en octubre de 961 y permanecería en él hasta el mismo mes de 976, quince años gloriosos en los que el califato andalusí conocería su máximo esplendor, en buena medida gracias a la herencia recibida del gran Abd al-Rahman III, y en parte también, por qué no reconocerlo, merced a las dotes como gobernante, al perfil culto, piadoso, emprendedor y pacífico del nuevo califa, lo que no evitó que supiera mantener a raya con el poder de las armas a los fatimíes del norte de África, o a los vikingos normandos. Al-Hakam II alcanzó el poder con cuarenta y seis años, lo que aportó a su magnífica educación, a su amplia experiencia militar y cortesana, a su inteligencia natural y a su sentido de la paciencia, una madurez importante, fundamental a la hora de abordar sus tareas al frente del Estado. Además de ampliar hacia el sur la mezquita aljama (compendio de luz y espiritualidad, de tiempo y espacio, de abstracción y materia, de geometría y número, de plenitud y vacío...), para lo cual hubo de derribar el muro de qibla, monumentalizarla y embellecerla hasta casi la sublimación sin escatimar medios con artesanos y materiales llegados incluso de Bizancio gracias a sus buenas relaciones con el emperador Nicéforo Focas que lograron darle al conjunto una fastuosidad hasta entonces desconocida, Al-Hakam II fue el responsable de conducir hasta ella mediante cañerías de plomo las aguas serranas que abastecían el Alcázar, hecho muy celebrado por la comunidad de creyentes. También mandó crear en su entorno escuelas para los pobres y los huérfanos, y una casa de reposo para viajeros y mendigos; propició el desarrollo urbano de Qurtuba convirtiéndola en una de las ciudades más bellas, organizadas y adelantadas de su tiempo; reformó el alcázar califal; construyó fuentes, puentes y acueductos; reparó caminos y, por supuesto, terminó el gran proyecto recibido de su padre: la ciudad palatina de Madinat al-Zahra, que se convirtió en la corte más fastuosa, rica y deslumbrante de Occidente. Todo ello con cargo a su propio tesoro.

No obstante, si algo destacó en él, formado con los mejores preceptores, fue su amor por la ciencia, por los libros, por el conocimiento, por la cultura. Decretó, de hecho, la enseñanza obligatoria para todos los niños, reforzando la red de escuelas públicas y gratuitas; propició la llegada a la capital de los más importantes sabios de la época, buena parte de ellos venidos de Oriente, de donde además de los propios omeyas procedían también el papel, la seda, las especias, manuscritos de especial relevancia...; favoreció el desarrollo de la medicina, las artes y las letras, ejerciendo como activo mecenas, y mantuvo estrechos y fecundos contactos culturales con los reinos cristianos, los mozárabes y los judíos. Bajo su amparo, la biblioteca califal de Qurtuba, multicultural, tolerante, abierta..., que no fue ni con mucho la única de su tiempo, alcanzó cotas nunca antes vistas y se convirtió en fuente de conocimiento y punto de apoyo para poetas, filósofos y científicos, quienes encontraron siempre en Al-Hakam II, lector voraz además de coleccionista, el sostén que necesitaban para abordar su obra. Reunió, de hecho, rastreándolos como un sabueso por las ciudades más ricas y cultas del orbe (Bagdad, Damasco, El Cairo, Constantinopla...), cientos de miles de los ejemplares más cotizados del mundo -las fuentes hablan de unos cuatrocientos mil-, que contenían buena parte del saber acumulado por la Humanidad desde sus orígenes y en todas sus ramas, en parte gracias a la labor de muchos miles de copistas (un buen número de ellas mujeres), encargados de transcribir las obras más importantes para que nunca se perdiera la infinitud que encierra la palabra. Merced a ello, y a pesar de la destrucción a la que sería sometida años más tarde, ha llegado hasta nuestros días mucho del legado bibliográfico -filosofía, gramática, aritmética, astrología, adivinación, medicina...- de la Antigüedad grecorromana, sobre el que apoyan los cimientos de nuestra propia civilización. «Al-Hakam habría querido saberlo todo, y poseer y leer todos los libros...», dice de él, con su perspicacia habitual, A. Muñoz Molina.

Al-Hakam II, que nunca gozó de buena salud, fue padre muy tarde, también él con una cristiana vascona de nombre Subth, y su primer hijo murió a los pocos años. Todavía le daría otro varón, Hisham II, que contaba once años cuando el califa falleció, tras haberle proclamado heredero. Fue el gran error de Al-Hakam, que si quería seguir la llamada de la sangre debería quizás haberse hecho suceder por su hermano al-Mughira, quien habría continuado la senda iniciada un día por el padre de ambos, el gran Abd al-Rahman III. En cambio, dejó a un niño que, tras el asesinato de su tío, se convirtió en víctima de su madre y de los conspiradores, entre ellos un tal al-Mansur. Negros presagios se cernían sobre el floreciente califato omeya de occidente.

* Catedrático de Arqueología de la UCO