Que la alegría por el fútbol siga siendo noticia justifica existencias tan necesarias para el buen camino de la humanidad como la del periodista Antonio Franco, un hombre estudiado, fundador de El Periódico de Catalunya, así como director adjunto de El País, que cuando había un partido del Barça se pintaba la cara de blaugrana y su féretro fue cubierto por una bandera y una bufanda futbolísticas. Lo comprobamos la otra noche en el estadio San Siro de Milán cuando España le ganó a Italia en la semifinal de la UEFA Nations League donde hoy jugará la final contra Francia. Todos los italianos: futbolistas, jugadores, preparadores y espectadores eran como una única persona que cantaban el himno de Italia con letra desde el principio y hasta el final con un entusiasmo que parecía el de un único país. El himno de España es otra cosa: aunque parezca que su música es una vuelta a aquellos comienzos de escuela mientras el franquismo seguía vivo es el momento más libre que tenemos los españoles de mostrar la bandera como un elemento de unión cuando televisan un partido internacional. Porque fuera de aquel Mundial que ganamos en Sudáfrica y de los estadios de torneos internacionales, la bandera de España es un símbolo del que se han apropiado quienes se creen sus dueños, los que piensan que esta España nuestra es solo de ellos. Y de los reseñados en los papeles de Pandora, como el entrenador del Manchester City, Pep Guardiola, y los cantantes Julio Iglesias y Miguel Bosé, que el dinero se salta la ideología, ya sea nacionalista catalana o incluso de la izquierda de escenario. Con bandera o sin bandera lo cierto es que la pandemia ha subido la pobreza severa a seis millones de personas, según Cáritas y el Informa Foessa, y que desde la epidemia del Covid la desigualdad ha clavado sus redes en más de un 50% de españoles. Estén o no digitalizados, sean personas mayores tratadas con malos modos en bancos, autobuses y telefonía o jóvenes con pensamiento de red social, sean o no amantes de la bandera y el himno nacionales lo cierto es que existimos dos tipos de españoles: los de antes y los de después del móvil. Esta semana el mundo se venía abajo porque se habían apagado las redes sociales Facebook, twiter e instagran y he visto a jovenzuelos casi llorar porque se les había partido el alma y se sentían como fantasmas en un mundo de pantallas apagadas. Pues casi dos meses completos he estado por esos caminos que van a parar a los pantanos sin ver la televisión –sólo partidos de fútbol—y sin oír la radio, aunque con la lectura diaria del periódico, ese documento que descubrí a los seis años, que me señaló mi profesión y que en estas aldaradas del siglo XXI de fake news y bulos pseudoperiodísticos me ha mantenido informado de la vida. Como Las Tendillas me han atado a una ciudad que me asombró desde los once años, aquella tarde en que el Patio de los Naranjos no era el escenario de Shane Connolly en Flora sino un espacio de siglos en el que las nubes jugaban con las palmeras y los cielos parecía que querían avisarme de algún peligro: fue cuando empezó a llover, mi madre se escurrió y se cayó al suelo. Aquellas Tendillas eran el mismo corazón de la Córdoba de ahora, aunque con más ruido y gasolina de autobuses y coches, que por entonces eran dueños de la ciudad. Cuando el Gran Bar era el Siena, las sillas de la terraza estaban pegadas a la pared, te sentabas en una mesa y los domingos por la tarde veías cómo se apagaba la ciudad aunque el senador por antonomasia, Joaquín Martínez Bjorkman, se pasease por la zona. Hasta el 23 de octubre se puede ver en Cajasol la exposición Ágora del cordobés Javier Bassecourt donde el artista ha pintado ese corazón de Córdoba, aquel sueño de niñez y primera juventud, de todas las maneras. Algo parecido a la renovada esquina del tabaco de San Hipólito, que vendía también décimos de lotería, al Membrillo Festival de Carcabuey, a la lucha de la Plataforma Por un Río Vivo, que exige un Guadalquivir limpio, que la belleza ya la tiene, o a la genial idea de la denominación de origen Montilla-Moriles de colocarle una placa homenaje al escritor Edgar Allan Poe en la fachada de Bodegas Campos por su Barril de amontillado, el himno y la bandera de las tabernas de Córdoba.