Lunes. Ella estaba a punto de llegar a la cita a la que no quería llegar. Hubiera preferido evitar la situación, valerse de cualquier excusa, gastroenteritis, una reunión del trabajo imprevista, lo siento, hoy no puedo. No sabía cómo explicarle la verdad al hombre que la esperaba, contarle lo que había hecho ese fin de semana mirándolo a la cara, la cara de buena persona que iría cambiando de expresión, ensombreciéndose, a medida que ella confesara que se había dejado llevar, que una cosa fue llevando a la otra...

No era la despedida de soltera. Se suponía que era un fin de semana de relax para aliviar la tensión que se le había acumulado en la boca del estómago y en el cuello durante las últimas semanas, los preparativos de la boda, la incertidumbre y el mal rollo en el trabajo con el anuncio de las sucursales que iban a cerrar, la operación de su padre... Sus amigas le dijeron que necesitaba desconectar. Cádiz. Tratamientos corporales de efectos regeneradores. Barros y chorros y esencias de nombres exóticos. Desconectó.

Tonta. Había sido tonta. Sabía que iba a lamentarse pero aun así no pudo contenerse. Y no había sido un ratito, un desahogo momentáneo que tal vez hubiera sido justificable. Fueron varias veces, el viernes por la noche y el sábado y hasta el domingo por la mañana. Había sido incapaz de parar teniendo en cuenta las consecuencias de algo que en realidad no fue una decisión sino más bien inercia, simple y pura inercia, inercia ambiental, el cuerpo gustoso y culpable actuando sin hacer caso a las señales de alarma y reprobación procedentes de algún remoto lugar de la cabeza. Tenía que haber estado en su sitio y no seguirle el juego a Blanca, la convincente Blanca, la contagiosa Blanca, la disfrutona Blanca, la irreflexiva Blanca, eterna adolescente sin tener que darle cuentas a nadie de lo que hace o deja de hacer, venga tía, que la vida son dos días, está buenísmo, eso decía una y otra vez, no te cortes, está espectacular...

Él se iba a enterar. Claro que se iba a enterar. Era inútil no decírselo, porque tarde o temprano lo iba a saber. Así que lo mejor era decírselo nada más sentarse frente a él, hablarle con honestidad, mira, las cosas como son, me he equivocado, se me fue la olla y ahora me arrepiento, sé que es difícil empezar casi de cero quedando tan poco tiempo para la boda, pero yo voy a ponerlo todo de mi parte, eso es seguro...

Cuando llegó a la cita tuvo la tentación de callar, sortear el apuro que le daba la obligación de sincerarse que se había impuesto. Pero sonreír como si nada, con fingida inocencia, habría sido inútil. En cuanto la vio él se puso de pie como siempre, impulsado por un resorte de caballerosidad tal vez un poco pasada de moda, y le notó algo. Casi al final del monólogo de la confesión la detuvo con un gesto risueño: escúchame, no te agobies, yo soy un dietista muy comprensivo, pero luego no me vengas con que quieres entrar como sea en ese vestido de boda.

 ** Profesor