El sol del mediodía encendía esos caminos de arena y juncos que señalan la desembocadura del río Guadamatilla en el pantano La Colada hasta que los alambres cortan el sendero.

El momento de mirar a los cielos y pensar si sería posible vivir en esa soledad de peñascos, bellotas tempraneras, romero, lentisco, brezo y matorrales. Y se me va el pensamiento a aquel niño-lobo, Marcos Rodríguez Pantoja, que nació en Añora y vivió en la soledad de Sierra Morena con los lobos de los seis a los 17 años, según nos contó el cineasta cordobés Gerardo Olivares en su película Entrelobos, una epopeya de la naturaleza.

El final del veranillo de San Miguel, que se torna sudor por estos campos de soledad de pantano, te lleva casi inevitablemente a la vida de los pastores, que vivían esparcidos por aquella naturaleza inhóspita de rastrojos y pastos y que ese día se ajustaban al nuevo contrato con el dueño.

Me acuerdo del Museo del Pastor de Villaralto y de aquella educación laboral de nuestros abuelos –el único que conocí de los míos era minero en El Soldado, donde se enamoró mi madre y Aurelio Teno recibió la inspiración de artista—durante la postguerra y antes de hacernos emigrantes destino Alemania. Era agachar la cabeza ante el dueño de los campos y hacerle guiños al sol con el cacho tocino y morcilla con pan duro que todos los días les acariciaba al menos el estómago.

Quienes se fueron a la emigración hicieron una carrera que les cambió sus escenarios de encinas por otro de máquinas y tornillos como el de Tiempos modernos y cuando volvieron a España muchos se acomodaron al sueldo del paro, una forma de vivir, sobre todo en la juventud, más cercana a la resignación y a la falta de imaginación que al entusiasmo.

Como en el Pueblo blanco de Serrat, donde solo el olvido camina lento bordeando la cañada donde no crece una flor ni trashuma un pastor. El nombre de San Miguel también recuerda en Córdoba aquel tiempo de banqueros donde la ciudad vivía todavía en la Edad Media, pendiente de las ocurrencias del señor y de sus consejeros sin alma. Pero el mejor recuerdo de una ciudad que cada día se construye es el de mañana, 4 de octubre, aquel lunes que hace 50 años comenzó a funcionar la Facultad de Filosofía y Letras en el casco histórico de una ciudad que luego sería señalada como patrimonio de la humanidad.

Aquel Hospital del Cardenal Salazar o de Agudos, que se levantaba en el corazón sublime de la ciudad y en el que me curaron de un planchazo en el pie izquierdo que me pusieron en el estadio de San Eulogio del Campo de la Verdad, cambió los hábitos de las hermanas de la Caridad de San Vicente de Paúl por aquellas trenkas, anoraks o abrigos loden, según estilo y posición, de los estudiantes de los años 70, que llenaron aquel edificio en el que buscaban sabiduría.

Eran tiempos sin teléfonos móviles donde todavía se leían libros y periódicos. Cuando la Judería era un espacio de copas para estudiantes, no para turistas, y saltó a nivel nacional la gastronomía cordobesa con Pepe García Marín y su restaurante El Caballo Rojo.

Fue el año de la universidad, aquel 1971 cuando la Judería estrenó nueva vida de sabiduría en el comer y en el aprender y muchos jovenzuelos nos fuimos a buscarla a Madrid, donde iban a abrir la Facultad de Ciencias de la Información. Cuando el Barça era algo más que un club, en el bar Pireo de Las Margaritas copeaba la gente de la provincia que huía del pueblo a la capital, en La Pérgola se instalaba la caseta de los militares en la Feria, no había redes sociales y no sé si la gente era tan aficionada a las procesiones y a la Guardia Civil como ahora. Pero como siempre la soledad de esos campos, la sanidad de los hospitales y la sabiduría de la universidad conformaban la vida. Cuando el sol del mediodía encendía esos caminos. H