Hay un trozo de pastel sobre la mesa pero nadie lo va a comer, porque ese es el mismo pastel con el que el abuelo convidaba a la abuela cuando ella gozaba de buena salud y estupendo humor. Ya no es así. Ahora la abuela, que sigue siendo hermosa y huele a ropa tendida entre olivares, se ha quedado encogida y en silencio y por eso el abuelo no entiende por qué su sobrino ha traído ese pastel, cuando sabe que desde que la abuela se hizo muda, él no ha vuelto a probarlo.

El sobrino habla y habla. Habla de las cosas que son importantes para él: su curro y esa máquina que se acaba de comprar y con la que se pone a 300 kilómetros/hora. El abuelo no entiende por qué tiene que venir a fastidiarlo semana tras semana, contándole siempre las mismas sandeces y agasajándole con un pastel que el abuelo nunca come; tampoco el sobrino lo prueba.

La tarde es suave en esa primavera que acaricia al verano y el abuelo solo quiere que el sobrino, que no es su sobrino porque lo es de su mujer, se marche y lo deje en la soledad de la casa con los ojos fijos en esa vieja fotografía, en la qué él y su mujer sonríen saludando a la vida que era comienzo y no fin.

El abuelo reconoce el fin, mientras el sobrino sigue hablando y le habla de lo mucho que los quiere, a él y a la abuela, y le recuerda que son su única familia e insiste en que él es su única familia, y el abuelo piensa que es un fastidio que el chaval sea lo único que tienen la abuela y él, ahora que la abuela no habla y él solo espera abrazar la noche más oscura cuando no haya estrellas en el cielo.

El sobrino mira distraídamente hacia el pastel y le pregunta al abuelo que por qué no lo prueba, pero el abuelo no responde, tampoco se enfada y como en semanas pasadas hace con las manos un signo de pura resignación. El sobrino nunca pregunta por la abuela y al abuelo eso le molesta tanto como lo del pastel y piensa que la próxima semana no abrirá la puerta de la casa.

El sobrino se despide mirando hacia el pastel que nadie ha probado y le dice al abuelo que la próxima semana volverá y le traerá el mismo pastel. El abuelo no dice nada y cuando la puerta se cierra, se dirige hacia la mesa donde está el pastel y con mucho cuidado lo coloca sobre un plato y lo lleva hacia el interior de la casa, donde solo hay oscuridad y silencio y tras abrir y cerrar una puerta, con gran dulzura pronuncia un nombre: Alesdandra. No hay respuesta, solo dos manos que se entrelazan cuando el abuelo coge entre sus dedos un trozo del pastel que la abuela degusta, relamiéndose, como una niña feliz y libre.

* Periodista y escritora