El video del ladrón (no digo presunto por cuanto él mismo se califica como tal) llamando a la policía para pedir protección frente a una patrulla ciudadana --de esas que se han formado desde el hartazgo y la impotencia de una sociedad agotada frente al dejar hacer de las administraciones responsables-- que le impedía el acceso al Metro para robar carteras, es el ejemplo más ilustrativo de hasta qué punto España ha puesto boca abajo sus valores, hecho del blanco negro, del día noche, de la virtud defecto, de la justicia falacia. Personas que son conducidas directamente a la cárcel por haberse defendido de un asaltante armado mientras este campa tan ricamente por sus respetos; chorizos, sicarios y traficantes que actúan con impunidad, conscientes de que si son detenidos entrarán por una puerta y saldrán por otra, ante la permisividad o la impotencia de jueces y legislación vigente, y la saturación de las cárceles; mangantes que se han llevado millones de euros y pasan años mareando la perdiz con Hacienda y los tribunales sin que llegue a materializarse sanción alguna mientras otros se ven en la calle y sin casa por no pagar la hipoteca o con sus cuentas embargadas por multas o deudas con la Seguridad Social; ciudades tomadas por marabuntas de jóvenes irresponsables --que hacen fuerza para contagiarse del covid y son presuntamente responsables indirectos de la muerte de miles de personas--, corriendo a botellazos detrás de la policía en lugar de delante como corrían los jóvenes de los 70 cuando querían cambiar el mundo; ocupas que se meten en casa ajena y pasan a tener todos los derechos para la justicia y las fuerzas de seguridad, mientras los legítimos propietarios se ven obligados a asumir los destrozos ocasionados en la más absoluta indefensión y a seguir pagando agua, luz y hasta la suscripción a algún canal temático para que, pobrecitos, no dejen de ver el fútbol o sus películas favoritas; media España crujida a impuestos para mantener un sistema sobredimensionado, una clase política hipertrofiada y a la otra mitad del país, que vive subsidiada o en el paro, pero también sin dar golpe o a las ubres de la economía sumergida; recibos y precios disparados, mientras se multiplican los asesores o se destinan fondos a subvencionar viajes y estancias en el extranjero de escritores y artistas afines como una forma más de patrocinar la propaganda; educación a la baja, devaluada hasta extremos casi imposibles por más que vaya a penalizarse el plagio (qué pena no hacerlo con efecto retroactivo...); instituciones y órganos de poder colonizados por el virus del sectarismo, al servicio incondicional de las ideologías en lugar de los ciudadanos; culto a la juventud y demonización de la ancianidad, la gran víctima de la pandemia, que ostenta el codiciado laurel de la madurez, la experiencia y la autoridad moral; administraciones inoperantes y bancos con normas cada vez más abusivas, que usan el covid de excusa; manipulación de los odios con afán partidista...

La lista podría continuar hasta el infinito, pero me detengo aquí porque estoy seguro de que la mayor parte de ustedes es bien consciente de ella, y me tocará arrostrar más de un exabrupto por opinar distinto del pensamiento único, ese que se nos quiere inocular cual tatuaje, extirpándonos toda capacidad crítica. Hoy, cuando alguien se expresa con libertad pasa a ser un verso suelto, un paria, y es descalificado con contundencia y con saña atroces, sin medir alcance. Mis palabras, sin embargo, no incorporan matiz político alguno; antes al contrario, aspiran si acaso a convertirse en motivo de reflexión, de la que nuestra sociedad se encuentra tan necesitada, dado su nivel de degeneración moral y su podredumbre. Vivimos tiempos complicados, alentados por demagogos con sueldos millonarios que buscan mantener viva la llama de la confrontación mientras abren la mano en aras de un buenismo y una permisividad malentendidos para retroalimentarse ellos mismos; porque la libertad de verdad, es importante recordarlo, empieza donde termina la del otro; y en toda actividad humana han de primar esfuerzo, mérito y capacidad sin discriminaciones, sí, pero al margen de género, sexo o filiación, del tipo que sean. Tiempos propicios para extremistas y salvapatrias, que podrían acabar conectando con esa parte de la sociedad ahíta de tanto desafuero, cansada de tirar del carro y poner la otra mejilla, asqueada por tanto despropósito, ninguneada frente a chorizos y delincuentes, aterrorizada ante la falta de futuro, y terminar imponiéndose en las urnas o por la fuerza. Ojalá, si ocurre, traigan más luz que oscuridad, esperanza que inquietud, sosiego que represión, progreso que involución. Urge, pues, una profunda autocrítica colectiva, reconducir el rumbo, invocar la sensatez y acabar con el libertinaje, los abusos de poder y los excesos, devolviendo la credibilidad al Estado y a las instituciones. El problema es que a eso no parece estar dispuesto nadie, o al menos nadie de los que deberían estarlo. De ahí los escalofríos...

* Catedrático de Arqueología de la UCO