Hubo un tiempo en que los que fuimos jóvenes no conocimos los botellones. De hecho, de los tiempos de los que viene mi juventud aquellos que bebían en la calle, en lugares como jardines y plazas inhóspitas eras personas que pertenecían al lumpen. Un sábado de primavera prepamdémico pasaba por la Ribera con mi perro y pude contemplar el espectáculo de un botellón en toda regla. Era una multitud apretada de personas en la flor de la vida dispuestos como un enorme rebaño encajonados en rampas y escaleras, cuyo objetivo, al menos visto desde afuera, era consumir alcohol. Algunos se supone que lo hacían para coger el puntito y otros hasta acabar intoxicados. Si hay alguna generación que conoce perfectamente las consecuencias del abuso del consumo del alcohol es ésta, precisamente la que lo consume en estos botellodromos. Libros de textos y programas de información; medios de comunicación e Internet. La información es certera y prolija, pero debe de fallar algo cuando no cala en los jóvenes. Tal vez el problema sea la falta de otras opciones. Quizá se han pergeñado completos planes de estudios académicos y el ocio de los jóvenes no lo hemos desarrollado lo suficiente para hacerlo atractivo a la juventud. Es obvio, que son los ayuntamientos los que han de establecer estos planes de ocio alternativo a través de sus centros cívicos y espacios públicos municipales para ofrecer a los jóvenes actividades atractivas para ellos. Nuestros jóvenes no son ni más ni menos complicados que los jóvenes de otras generaciones, sino simplemente pertenecen a otra época, a otro momento social y toca desde la política comprometerse con el ocio de los jóvenes. No podemos abandonarlos es ese purgatorio de Dante donde personas en lo mejor de su vida necesitan emborracharse para sentirse jóvenes.

* Mediador y coach