Una vez más, y en esta ocasión, desde esta columna que trasciende y llega lejos, escribo a mi pequeño nieto que este año se incorpora al Instituto. Difícil, pequeño mío, expresar en estas breves líneas tan profundos y variados sentimientos como los que me violentan cuando este curso te veo camino de un instituto. Sí, he sentido rabia, de impotencia y hasta miedo porque, ¿dónde vas con tus doce años, cargado, que caminabas encorvado, con unas «cincuenta mil pesetas» entre libros y material sobre tus débiles espaldas? ¿Dónde vas, camino de un instituto que te viene grande, demasiado grande para tus pocos años? Rabia e impotencia y no porque hayas crecido, sino porque, nervioso, aturdido, reflexivo, ingenuo caminabas entre tu grupo de compañeros y amigos, tan nervioso y aturdidos como tú, a un escenario cuya pasarela no debería ser todavía tu destino porque, a pesar de tus rabietas, tus aparentes precocidades de adolescente, no eres más que un niño, un pequeño que, abrumado por tantas responsabilidades, vas perdiendo tu espontaneidad y perenne sonrisa…

Rabia e impotencia, sí, porque no somos capaces de inventar una enseñanza más acorde con tus gustos, intereses, con tu edad… y porque no somos capaces de inventar un mundo mejor donde te sientas seguro, donde puedas crecer siendo tú sin tener que ceder jamás ante el miedo o la intimidación por parte de los «gigantes» que acecharán tu bondad e ingenuidad para hacerte su presa. En esta casi primera mañana de tu asistencia a ese centro, quiero decirte algo: la vida es para todos una gran aventura, y tú has comenzado ya a protagonizar la tuya. Demasiado pronto, sí, pero trata de rotular a tu manera dos palabras que la definan hasta el final: ilusión y amor. Me queda, no obstante, mi rabia e impotencia, una certeza que me alivia: tus nuevos profesores, al igual que yo, sabrán de ti y de tus problemas. Con su profesionalidad y amor te darán lo mejor. ¡Bravo, mi niño, y adelante!

* Maestra y escritora