El reconocimiento y el ejercicio de los derechos tienen una larga trayectoria, al menos desde que se plantearon en el ejercicio de la política mediante los límites al poder del monarca absoluto y luego con su expansión a los distintos órdenes de la vida económica y social. Desde un primer momento estuvo claro que el ejercicio de los mismos no tenía otro límite que los derechos de los demás. Esto no ha evitado que a veces se produzca un conflicto a la hora de decidir cuál debe prevalecer, y entonces recurrimos a los tribunales. Esta reflexión sobre una colisión de derechos me la he planteado un par de veces en los últimos días al hilo de dos noticias diferentes.

En el primer caso se trata de una entrevista que leí el pasado miércoles. Se le realizaba a Elisabete Weiderpass, directora de la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer. Allí cargaba de manera dura y contundente contra la industria del tabaco: «Saben que mata a la gente, pero no les importa… No hay ninguna razón en el mundo para consumir tabaco. Solo sirve para que la industria gane dinero». Como consecuencia de esas afirmaciones, no sorprendía que se mostrara partidaria de prohibir fumar en todos los lugares públicos, en particular si eran espacios de convivencia como las paradas de los autobuses o las terrazas de los bares, allí donde cualquier persona se pueda ver expuesta a sustancias carcinogénicas, y añadía: «Yo no estoy preocupada por los derechos de los fumadores, estoy más preocupada por los derechos de los no fumadores, que son la mayor parte de la población». Además, destacaba la suciedad generada por los fumadores, basta con mirar al suelo y ver la cantidad de colillas de nuestras calles o cuando vamos a una terraza y encontramos el suelo plagado de ellas, y no digamos cuando dejan caer desde la ventanilla de su coche el paquete vacío. Recordé entonces la lucha que durante años mantuve por mi derecho a no tragar humo en mi centro de trabajo, cosa que no conseguí hasta que apareció una legislación que lo impuso, y entonces había que escuchar la reivindicación del derecho del fumador, el ejercicio de la libertad de cada uno, de la misma manera que Aznar reivindicaba que nadie le dijera cuándo podía beber vino. A pesar de las evidencias, el conflicto continuará, pero espero que más pronto que tarde se imponga el criterio científico y prime el derecho de los no fumadores y podamos ver los espacios públicos compartidos libres de humo y de olores, además de productos carcinogénicos.

La segunda noticia ha sido la de los macrobotellones del pasado fin de semana, con su punto culminante en el del campus de la Complutense en Madrid y el de Logroño con motivo de las fiestas de san Mateo. En ambos casos hablamos de miles de personas, y sobre todo en el primero de la imposibilidad de cualquier tipo de intervención de la fuerza pública para evitarlo. Soy consciente de lo mal que han podido pasarlo a lo largo de la pandemia los jóvenes, y con dudas puedo concederles que por razones de edad ha sido peor que para los demás, pero ello no justifica determinados comportamientos, sin que esto signifique culpabilizar a los jóvenes más que a otros colectivos. En realidad, pienso que los botellones son consecuencia de algo que se nos fue de las manos hace ya mucho tiempo, y en particular se le escapó tanto a los padres como a las autoridades, pues dejaron hacer, no se pusieron límites al ejercicio de una práctica que contravenía los principios elementales de respeto a quienes debían descansar, así como a la propia salud de quienes consumían ese tipo de alcohol a esas edades tan tempranas. Así que ahora nos encontramos al botellón reivindicado como un derecho, sin tener en cuenta que el ejercicio de todos ellos, como he señalado al principio, tiene siempre sus límites.

*Historiador