Quien no pueda entender su vida sin los libros siempre temerá al fuego. Pienso en el escritor Rafael de Cózar, que hace ya siete años murió trágicamente tratando de salvar su biblioteca. El incendió acabó arrasando su casa en Bormujos y Rafael se quedó dentro de aquel incendio. Mucho se habló entonces de su figura heroica, porque los bomberos lo encontraron en el segundo piso, junto al extintor con el que había intentado salvar sus 9.000 volúmenes, que eran también, además de la suya propia escrita, la obra de una vida. Desde Alejandría, no se llevan bien los libros con el fuego. Desde el donoso escrutinio de los libros de caballerías al que fue sometida la biblioteca de Alonso Quijano por el barbero y el cura, las llamas simbolizan el mayor enemigo de esa libertad de pensamiento, de expresión y creación que son los libros. Desde que los nazis tomaron el poder y comenzaron las quemas públicas de títulos que no entraban en el nuevo idealismo alemán, sabemos que en ninguna barbarie existe el gesto leve. Es decir: de ordenar una quema de libros, condenando a sus autores, sus editores y sus lectores a ese escarnio público, a mandarlos a un campo de exterminio, la distancia ideológica es muy corta. Algo así como las purgas de escritores en la Unión Soviética con destino a Siberia, con la nieve elevada a un nuevo rango de fuego interior, devorando el espíritu de hombres y mujeres que aspiraban a pensar por sí mismos. Porque si no hay mayor espacio de individualidad que un libro, que ese salto invisible entre la letra impresa y la lectura, compartamos o no los contenidos, poniéndolos en duda, abrazándolos o dialogando con ellos, tampoco hay mayor negación de los individuos que cualquier tipo de totalitarismo comunista o fascista.

No quiere uno decir, ni mucho menos, que lo que está ocurriendo en Canadá sea un indicio de su degradación hacia una situación totalitaria, pero una quema de libros sigue siendo una quema de libros. Me da igual que se traten de Astérix, Tintín o Lucky Luke. En el fondo, lo que se evidencia es una incapacidad para encontrar respuestas a una obra de creación. Porque resulta que en Canadá, para pedir perdón a los indígenas -y tienen buenas razones, según se va sabiendo, para albergar ese sentimiento de culpa-, han decidido quemar los comics, o los tebeos -en decir de Luis Alberto de Cuenca- no sólo de Tintín, sino también de Astérix y Lucky Luke, además de muchos otros títulos que van a ser sometidos a un donoso escrutinio de corrección política actual. Nada menos que 5.000 libros han sido retirados por una asociación de escuelas canadienses de habla francesa. Se ha sabido que se han ido quemando ‘Tintín en América’, ‘Astérix en América’ y tres álbumes de Lucky Luke, aunque bien podría ser toda la colección. Lo alucinante es que se organizó una ceremonia con la quema y quizá después bailaron sobre las cenizas una danza tribal que no ofendiera a nadie, no fuera a ser que alguien pudiera interpretarla en una clave interna de coña marinera. Al parecer, el proceso metafórico iba encaminado a enterrar las cenizas del racismo, la discriminación y los estereotipos. «Se trata de un gesto de reconciliación con las primeras naciones y de una apertura hacia las otras comunidades presentes en la escuela y en nuestra sociedad», ha explicado Lyne Cossette, portavoz del consejo escolar de esta asociación, calificando esas obras de «contenido anticuado e inapropiado». También es antigua La Ilíada, y seguramente está «anticuada», según ese criterio de Cossette que confunde lo nuevo con la modernidad; y, desde luego, podría considerarse que su contenido es «inapropiado», teniendo en cuenta que va de un ejército heteropatriarcal de griegos que cosifica a una mujer, Helena, a la que no permiten separarse de su marido despechado, Menelao, persiguiéndola tras fugarse con Paris.

Hay que condenar la censura y entender cada obra en su tiempo. Claro que en Canadá tienen razones, como en todas partes, para no estar orgullosos de algunos episodios pasados: el descubrimiento de cientos de tumbas de niños aborígenes junto a internados católicos, llevados allí a la fuerza, por decenas de miles, hasta la década de 1990, tras ser separados de sus familias, ha revuelto el país. Pero quemar tebeos de Tintín, que deben ser entendidos en su contexto histórico y no con buenismo retrospectivo -por otro lado, como cualquier obra artística- no va devolverles la dignidad perdida ni la vida, mientras la libertad las sigue perdiendo en cada llama.