Las palabras del papa Francisco, durante su viaje a Eslovaquia, sobre las nuevas actitudes de la juventud con respecto a la Iglesia, resultan impresionantes: «Me preocupa el progresivo alejamiento de los jóvenes, que huyen de una Iglesia que no deja espacio a la aventura de la libertad, incluso en la vida espiritual, y que corre el riesgo de convertirse en un lugar rígido, cerrado». Con Francisco no ha dejado de entrar aire fresco en el Vaticano, bien ventilado. Los templos, sin embargo, siguen vacíos, quizá como consecuencia de la autorreferencialidad que denuncia el Papa. «El centro de la Iglesia, señala, no es la Iglesia». Ante esta realidad no puede cundir el pesimismo y menos todavía el desánimo. En momentos tan difíciles como el que vivimos, azotados por la pandemia, con una creciente secularización, un fuerte relativismo y un materialismo que barre ideales e ilusiones, resulta explicable que se produzcan constantes tentaciones de «huidas», buscando otros paisajes y otras salvaciones. Pocas realidades se prestan tanto como la Iglesia a ser malentendidas. A esa mala inteligencia da pie ella misma, porque es una realidad que pertenece a muy distintos ámbitos y solo es ella misma en la medida en que se remite, comprende y realiza desde todos ellos. Quienes la conocen desde dentro estarán inclinados a privilegiar la realidad teológica, viéndola sobre todo en la relación a Dios a través de su revelación en la historia culminada en Jesucristo, mientras que quienes la miran desde fuera están inclinados a verla exclusivamente como un producto más de la naturaleza y de la cultura, y por ello como una construcción humana más sometida a las mismas leyes de nacimiento, crecimiento y desaparición, que las demás realidades e instituciones. Por eso, el gran teólogo Olegario González de Cardedal, afirma en uno de sus libros que «de estos contrastes, se deriva su condición dramática: que reconocida como signo del Dios encarnado atrae hasta el amor y la entrega, mientras que vista como mera creación de los hombres suscita en unos casos la admiración y en otros el rechazo, porque queda afectada por las sombras de quienes la habitan o la representan». Por eso, conviene que recordemos la definición que el Concilio Vaticano II da de la Iglesia: «La Iglesia es en Cristo como un sacramento o el signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano», Vida de Dios, acción de Cristo, unión con él y unidad de los hombres: he ahí las realidades que constituyen específicamente a la Iglesia como realidad religiosa, y que la diferencian de cualquier otra propuesta hecha por los hombres. Eso es lo que la Iglesia ofrece y lo específico que en principio debemos esperar de ella. Esa es su fortaleza y a la vez su debilidad y fragilidad: ser el lugar concreto en el que Dios quiere entregarse a los hombres, por medio no de acciones extraordinarias que con evidencia remiten a otro mundo sino a través de aquellos signos de la vida, que son los sacramentos, signos del amor, de la fidelidad, del alimento, de la esperanza y del futuro. El lamento del papa Francisco sobre «la huida» de los jóvenes de la Iglesia debe alentar a los creyentes para que ofrezcamos a la juventud la verdadera silueta de Dios y de su Iglesia, junto a los grandes valores del Reino: «Verdad, amor, justicia y libertad». Ya decía el papa Francisco, hace años, en uno de sus consejos a los jóvenes: «No os entreguéis a las falsas soluciones». Suelen venir envueltas en el celofán del gusto y la facilidad. H